Como el tema que nos congrega son los proyectos de reforma de la ley de entidades financieras que se han presentado en el Congreso, voy a empezar con una breve introducción, para concluir con algunas advertencias.
Desde que los banqueros italianos, hace más de 700 años (fines del siglo XIII), lograron que la gente aceptara sus pagarés (se llamaran billetes, certificados, depósitos, letras, etc.) como medio de pago y como instrumento de ahorro, en lugar del dinero metálico, el mundo vio crecer – y ha debido convivir – con este negocio o industria tan particular, capaz de impulsar fenomenalmente la demanda agregada, pero apoyada en una tan delicada y densa trama de confianza, que conlleva, también, enormes riesgos.
La historia de la regulación bancaria nace después de muchas malas experiencias y tras haberse tomado conciencia de este doble carácter crítico de la banca. Por un lado, el ser base de los sistemas de pagos y una fuente importante de crédito; por otro, ser un cocktail explosivo de alto leverage, de información opaca, con riesgos de contagio como no hay en ninguna otra actividad y con una limitadísima reserva de liquidez primaria.
Como la evidencia acumulada a lo largo de todos estos años prueba de manera contundente que la materia prima del crédito que los bancos otorgan es la confianza que ellos despiertan en sus depositantes (y no los redescuentos o favores del poder), la misma evidencia sugiere que la legislación que regula la banca
– Debe promover de una manera masiva la canalización masiva a través de estas instituciones de los ingresos y pagos de empresas y familia,
– Debe atraer a las ellas el ahorro de las personas que por montos o riesgos no acceden a los mercados de bonos y acciones
– Debe explicitar que garantías y privilegios tendrán los depositantes, o sea, sus acreedores y
– Debe darle a los supervisores y reguladores poderes, indemnidad judicial e instrumentos eficientes para regular los bancos de una manera que aquellas garantías y privilegios no sean fuente de riesgo moral y, también, para resolver rápidamente la situación de bancos ilíquidos o insolventes.
En mi opinión, la ley vigente tiene muchos elementos útiles, aunque es una suma de parches acumulados a lo largo de años. Por eso creo valioso el proyecto presentado por el diputado Pinedo, por hacer un ordenamiento bastante prolijo de esta legislación vigente.
Lo del servicio público del proyecto del diputado Heller es una fantasía para justificar una mayor intervención estatal en el sistema bancario. Heller no reconoce cual es la raíz del enanismo o raquitismo de los bancos argentino y pretende resolverlo con mayor intervención estatal y – en todo caso – ventajas competitivas para su banco o bancos.
Y esta observación me lleva a las advertencias.
Una primera advertencia general es que pese a toda la experiencia acumulada y a las infinitas rondas de perfeccionamiento de las leyes y normas, tuvimos ayer nomás en los países mas ricos del planeta el “blooper” de las hipotecas subprime.
No digo que no haya que hacer esfuerzos para mejorar las leyes y las normas, pero por mejor que las hagamos, está en la naturaleza humana que cada tanto tendremos una crisis, mayor o menor.
Pero la Argentina tiene además dos problemas adicionales.
Primero: Tenemos en este bendito país centenares de leyes que no se cumplen de manera absolutamente impune.
Ejemplo 1: Tenemos largas discusiones sobre las facultades del Congreso delegadas al Poder Ejecutivo, cuando el Art. 29 de la CN dice que “El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional facultades extraordinarias, bajo pena – para quienes formulen, consientan o firmen tales actos – de ser sujetos de la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria…[1]
Sin embargo discutimos el tema de las facultades delegadas como si esta norma no existiera…
Ejemplo 2: Art. 3 de la Carta Orgánica del Banco Central: Es misión primaria y fundamental del Banco Central de la República Argentina preservar el valor de la moneda.
Sin comentarios…
Segundo: Si bien algunos de los problemas que aquejan a bancos y demás instituciones y mercados financieros de la Argentina pueden tener alguna relación con las leyes que los regulan, la mayoría de tales problemas, especialmente los problemas más graves, tienen otras causas.
O sea, que aunque se cumplieran al pie de la letra las disposiciones de estas leyes, el texto vigente o cualquiera de los que están en danza, no habríamos resuelto la cuestión central de la escasez de crédito en la República Argentina.
¿Queda claro, entonces?
Las leyes que tenemos no las cumplimos y en el particular caso de los bancos, la cuestión principal ni siquiera depende del cumplimiento de la ley.
Nuestro sistema bancario – lo mismo vale para todos los mercados de capitales o de financiamiento – padece de un mal que llamo “raquitismo” y que tiene su origen o raíz en la tendencia enfermiza, compulsiva, que tenemos como sociedad, de llevar el gasto público a niveles superiores a los que se puede financiar con una base de impuestos pagables.
Si bien hay episodios de esta naturaleza a lo largo de toda nuestra historia de nación independiente, la enfermedad se hace endémica en la segunda mitad del siglo XX. No hay más que contar los eventos de default, las estadísticas de inflación, de monetización, y – en general – las evidencias del retraso relativo de la Argentina respecto al resto del mundo.
La diversidad de instituciones, de mercados, de canales, de mecanismos e instrumentos que posibilitan la utilización y aplicación (por parte de personas físicas o jurídicas) de recursos excedentes poseídos por terceras personas, el significativo volumen total de los recursos que se canalizan a través de estos medios y los extendidos plazos, grandes montos y bajos costos que pueden obtener los demandantes de financiación, constituyen uno de los aspectos que más claramente distinguen las economías desarrolladas de aquellas que no lo son, o que lo son en una medida menor.
En sentido contrario, la escasez (o carencia) de canales, mercados, instrumentos, el relativamente pequeño volumen de recursos canalizados y la escasez de financiamiento accesible a largo plazo, no solo caracterizan al subdesarrollo sino que son su principal causa y factor, al menos de carácter inmediato. En efecto, estos rasgos (que son los que configuran ese cuadro de “raquitismo financiero”) impiden el acceso fluido y la rápida acumulación de capital físico y humano por parte de las personas físicas y de las empresas, que es lo mismo que decir que retardan el crecimiento individual y del conjunto.
En los países de muy bajos ingresos, el raquitismo financiero puede deberse – al menos en parte – a las escasas posibilidades de ahorrar que tienen sus habitantes.
Pero en la Argentina (como en otros países de ingresos medios en los que la escasez, la inestabilidad y el elevado costo del financiamiento vienen constituyendo desde hace décadas un serio obstáculo para el crecimiento), la evidencia es incontrastable: Con un volumen de ahorro doméstico agregado más que suficiente para financiar una razonable acumulación de capital la causa última o primer motor (como diría Tomás de Aquino) del raquitismo financiero y – consecuentemente – del subdesarrollo de su economía, es la inestabilidad fiscal, que de una o de otra manera derrama en inestabilidad monetaria y jurídica.[2]
La persistencia de estas políticas de gasto público, ya en forma directa o ya a través de impuestos distorsivos y/o de endeudamiento público invasivo (no me sale nada mejor para traducir “crowding out”) terminan:
– Distorsionando la tasa de interés real, los precios relativos y – en última instancia – la competitividad y posibilidad de supervivencia de muchas unidades productiva del sector privado,
– Liquidando una moneda nacional que sirva de “unidad de denominación” de derechos y obligaciones a mediano y largo plazo, el consecuente y riesgoso uso de la moneda extranjera a dichos efectos, y
– Generando inestabilidad y volatilidad de las condiciones generales de la economía, incluyendo particularmente una inseguridad jurídica resultante de casos frecuentes de violaciones contractuales originadas en decisiones del sector público.
Hay otras causas concurrentes al raquitismo financiero, como:
– Los costos, demoras y dificultades para ejecutar judicialmente obligaciones y garantías, resultado de una pobre cultura crediticia y de valores sociales que se traducen en la vigencia de leyes y prácticas jurídicas excesivamente favorables a los deudores, y
– La ausencia de mercados secundarios profundos que aseguren liquidez a los instrumentos de financiación de mediano o largo plazo.
Pero el tema del gasto público es dominante. Hay una extensísima literatura sobre lo que se llama “dominancia fiscal” y muchas veces me pregunto como deberían escribirse los mandatos de los bancos centrales en países que sufren de esta endemia.
La experiencia ha mostrado claramente como todos estos factores (de inestabilidad) inhiben tanto a la punta inversora/acreedora de los mercados de financiamiento, como a las partes tomadoras/deudoras:
– Para los acreedores o inversores, aquellos factores de inestabilidad operan (a través de devaluaciones, licuaciones, congelamientos, moratorias, etc.) como una amenaza permanente sobre sus derechos e intereses, promoviendo una persistente huida de ahorros locales hacia instrumentos y mercados externos, o bien, su inversión directa en activos físicos.
– Para los tomadores de fondos o deudores, aquellos mismos factores de inestabilidad – a través de su impacto distorsivo sobre la tasa de interés real, los descalces de plazos y de monedas y la “ratio” de precios “comerciables/no comerciables” o “tipo de cambio real” – ponen frecuentemente en riesgo, como ya dije, su misma supervivencia[3].
Si bien bajo el imperio de la Ley de Convertibilidad de abril de 1991[4] y tras la reestructuración de la deuda pública que tuvo lugar en 1992 bajo el esquema conocido como “Plan Brady” se logró un importante avance en materia de disponibilidad de crédito y financiamiento, en vísperas del siglo XXI la Argentina tenía todavía muchos síntomas de “raquitismo financiero”. Cabe mencionar:
– La dimensión del crédito bancario al sector privado respecto al PIB. El total de préstamos del sistema bancario al sector privado a fines de 2000 era cercano al 22% del PIB, “ratio” inferior a la mitad de la observada en las menos desarrolladas de las economías maduras.
– La magnitud del “spread” soberano. La sobretasa de interés (respecto de abonada por los soberanos menos riesgosos) pagada por el sector público argentino (lo que se conoce como “spread” soberano) rondó los 700 puntos básicos (o el 7%) en 2000, no habiendo nunca alcanzado los títulos de la deuda pública la calificación conocida como “investment grade”. El “spread” soberano argentino en 2000 era más de cuatro veces superior al establecido por el Tratado de Mästrich como máximo tolerable para acceder a la Unión Monetaria Europea y actuaba como factor de encarecimiento para el endeudamiento externo del sector privado local.
– La escasez (y correspondiente carestía) de financiamiento a largo plazo en moneda nacional. Diversos factores (entre los que se destacaron la baja confianza de los oferentes de crédito en que el tipo de cambio comprometido por la Ley de Convertibilidad sería respetado indefinidamente, así como las facilidades que esa misma ley introdujo para contratar en moneda extranjera bajo ley argentina) determinaron que el único financiamiento a largo plazo disponible en cantidades significativas y a precios accesibles lo fuera en moneda extranjera. Así, las firmas que no deseaban exponerse al riego de tasa propio del financiamiento en moneda nacional a corto plazo, debieron – sin distinción de los mercados en los que vendían sus productos y servicios – correr el riesgo de cambio propio del financiamiento en moneda extranjera.
¿Porqué? Porque hacia fines de la década, al calor de diversos factores, algunos externos, otros domésticos, el espectro de otra crisis fiscal se fue dibujando de manera cada vez más nítida en el horizonte.
Los hechos que tuvieron lugar en la Argentina entre fines de 2001 y mediados de 2002 (la corrida terminal contra los depósitos bancarios, su posterior congelamiento, “pesificación” y reprogramación; la aplaudida declaración del “default” soberano, solo parcialmente resuelto tras más de siete años; la profunda devaluación del peso y la subsiguiente abrogación legal de todos los contratos pactados en moneda extranjera bajo legislación nacional) no hicieron más que agravar este “raquitismo financiero” hasta extremos desconocidos. Cabe mencionar:
– La contracción del crédito bancario al sector privado a cerca del 9% del PIB hacia fines de 2003. Cabe señalar que frente a una disminución del crédito a personas del 43%, el crédito a empresas bajó un 68%.
– El cierre del acceso de deudores argentinos a los mercados institucionales de crédito y financiamiento del exterior, hecho que unido a otras circunstancias (o combinación de circunstancias[5]) provocó que muchas compañías privadas incumplieron sus obligaciones financieras externas.
CONCLUYO AFIRMANDO QUE ANTES QUE UNA NUEVA LEY DE BANCOS, NECESITAMOS UN RÉGIMEN DE RESPONSABILIDAD FISCAL QUE EFECTIVAMENTE IMPIDA REPETIR LOS DESAGUISADOS DEL PASADO Y, ADEMÁS, RECUPERAR Y RATIFICAR LA EFECTIVA INDEPENDENCIA DEL BANCO CENTRAL.
[1] Texto completo del Artículo 29 de la Constitución: El Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las Legislaturas provinciales a los gobernadores de provincia, facultades extraordinarias, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. Actos de esta naturaleza llevan consigo una nulidad insanable, y sujetarán a los que los formulen, consientan o firmen, a la responsabilidad y pena de los infames traidores a la patria.
[2] En el señero ensayo titulado “Argentina and the Fund: From triumph to tragedy” (Washington: Peterson Institute for International Economics, 2002) Michael Mussa enfatiza la“crónica inhabilidad de la autoridades de este país para conducir una política fiscal responsable”. Dice el párrafo completo: “Enumerating the many things that contributed to Argentina’s tragedy, however, should not obscure the critical failure of Argentine economic policy that was the fundamental cause of disaster—namely, the chronic inability of the Argentine authorities to run a responsible fiscal policy. This is an old and a sad story for Argentina. To satisfy various political needs and pressures, the government (at all levels) has a persistent tendency to spend significantly more than can be raised in taxes. When the government can finance its excess spending with borrowing, it borrows domestically or internationally from wherever credit is available. When further borrowing is no longer feasible (either to finance current deficits or roll over outstanding debts), recourse is found in inflationary money creation and/or explicit default and expropriation of creditors.”
[3] “Bienes comerciables o transables” y “bienes no comerciables o no transables” son expresiones simplificadas que aluden (la primera) a los bienes de producción doméstica relativamente más expuestos a la competencia con bienes producidos en otros países y (la segunda) a los bienes de producción doméstica relativamente menos expuestos a tal competencia.
[4] Esta ley no solo fijó la tasa de cambio de la moneda doméstica con el dólar de los EE.UU. y eliminó virtualmente todo control o restricción al cambio de una especie por otra, sino que le otorgó validez legal pleno a los contratos, créditos y obligaciones pactados o denominados en moneda extranjera bajo ley argentina.
[5] Típicamente, la drástica reducción del flujo de caja medido en dólares que sufrieron las compañías cuyas ventas se hacían mayormente al mercado interno y las restricciones impuestas a las transferencias de moneda extranjera al exterior.