Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Por Alberto Benegas Lynch (h)
“Para novedades, los clásicos” es la oportuna fórmula anónima. El personaje ateniense de todos los tiempos es uno de los tres que más ha influido en la historia de la civilización junto con Jesús y Marx. El último fue una representación cabal de la negación del libre albedrío y el consecuente aval al determinismo físico, es decir, el repudio a la condición humana. Los dos primeros fueron una muestra de la degradación de la idea de la democracia, en un caso las votaciones para su exterminación fueron de 281 contra 275: por una mayoría de 6 votos se condenó a muerte a un filósofo de setenta años por defender valores universales de justicia. En el otro caso, no hay registro de números ya que Pilatos recurrió al procedimiento de la mano levantada entre un grupo muy numeroso, pero también se condenó a muerte al más excelso defensor del bien a los treinta y tres años de edad, al tiempo que, a cambio, se liberó de prisión al canalla de Barrabás. Estos dos acontecimientos que avergüenzan la historia de la humanidad, constituyen los primeros casos de kleptocracia superlativa bajo el ropaje de la “bendición” de mayorías ilimitadas, luego vendrían los Hitler, Allende y Chávez en lo que parece ser una interminable galería de tremebundos fiascos.
Sócrates era hijo de un escultor y una partera por eso decía que su inclinación siempre fue la de “parir ideas” y de “esculpir en el alma de las personas en lugar de hacerlo en el mármol”. A pesar de que un presidente argentino, a la pregunta de un periodista en Roma, respondió que su lectura preferida eran “las obras completas de Sócrates”, igual que Jesús (salvo un garabateo en la arena), aquél nunca escribió nada público, lo cual, naturalmente, no significa una diatriba contra las bibliotecas como el mayor acervo cultural con que cuenta la especie humana.
A juicio del que estas líneas escribe, las mejores descripciones de las contribuciones socráticas, con sus diversos matices, son las de A. E. Taylor (El pensamiento de Sócrates), Gregory Vlastos (Socratic Studies), Romano Guardini (La muerte de Sócrates), W. K. C. Guthiere (Socrates), C. D. C. Reeve (Socrates, the Apology), Norbert Bilbeny (Sócrates. El saber como ética), Robert Nozick (“Socratic Puzzles” en su obra del mismo nombre) y, naturalmente, la obra de Jenofonte y la de Platón (aunque este último haya patrocinado enfáticamente el comunismo en los Libros v al vii de La República basado en el postulado absurdo y contraproducente del “filósofo-rey”, lo cual revela no haber entendido uno de los ejes centrales de su maestro). Incluso se obtiene provecho de posiciones opuestas a las anteriores como las consignadas en el libro de I. F. Stone The Trial of Socrates, donde aparecen aquí y allá ajustadas descripciones de la época pero enmarcadas en la incoherente pretensión del autor de lograr en el futuro una “síntesis liberadora entre Marx y Jefferson” y en un revisionismo infundado del proceso al filósofo ateniense.
En estos tiempos de zozobra e inquietudes sobre la dirección de los acontecimientos, hacer un alto en el camino y darle la bienvenida a un baño de luz socrática a través de sus enseñanzas infunde renovadas fuerzas y fortalece en alto grado las esperanzas, a veces un tanto debilitadas y alicaídas. Posiblemente una de las formas de captar la notable riqueza de las múltiples facetas de Sócrates consiste en pasar revista a los puntos medulares de sus enseñanzas, las cuales podemos dividir en cuatro grandes capítulos que mencionamos muy telegráficamente a continuación.
Primero, la importancia de sabernos ignorantes y de someter los problemas a la duda y a la confrontación de teorías rivales. Ubi dubiam ibi libertas (donde hay duda, hay libertad) reza el aforismo latino, puesto que si hay certezas de nada sirve la libertad ya que el camino es necesariamente uno. De allí la muy higiénica separación entre el poder político y las religiones: quien dice tener la verdad absoluta resulta un peligro si se le otorga poder.
Segundo, la tarea primordial de un buen maestro en cuanto a inducir y estimular las potencialidades de cada uno en busca de la excelencia (areté), crear curiosidades, fomentar el debate abierto y mostrar el camino para el cultivo del pensamiento a través de preguntas (la mayéutica) que abren las puertas al descubrimiento de órdenes preexistentes que, por tanto, no son fruto del diseño humano ni de ingeniería social. En este contexto, el relativismo epistemológico es severamente condenado como un grave obstáculo al conocimiento de la verdad.
Tercero, el alma (psyké) como la facultad de adquirir conocimiento y la virtud como la salud del alma (“la virtud es el conocimiento”) y su inmortalidad diferenciada de la estructura de lo material en el hombre y su posibilidad de captar el bien moral y diferenciarlo del mal, el cual se elige por ignorancia y falsa estimación de lo que es bueno.
Y cuarto, la desconfianza en la soberanía de la multitud al efecto de adoptar acciones compatibles con la justicia (vale una digresión para recordar que de ahí es que los autores de los Papeles Federalistas en Estados Unidos adoptaran el pseudónimo de Polibio quien enfatizaba la superioridad del sistema republicano para mantener el poder en brete) y que no puede dedicarse bien a la filosofía y, al mismo tiempo, a la política puesto que se trata de cosas distintas.
Cuando se releen las fuentes que se refieren a los pensamientos socráticos aparecen una y otra vez nuevas avenidas de asombrosa fertilidad. Ítalo Calvino escribe con admirable destreza que “La realidad del mundo se presenta a nuestros ojos, múltiple, espinosa, en estratos apretadamente superpuestos. Como una alcachofa. Lo que cuenta para nosotros en la obra literaria es la posibilidad de seguir deshojándola como una alcachofa infinita, descubriendo dimensiones de lectura siempre nuevas” y también consigna que “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”.
Veamos solo un ejemplo que resume el testamento de Sócrates en los diálogos platónicos: “Toda mi ocupación es trabajar para persuadiros, jóvenes o viejos, que antes que el cultivo del cuerpo y de las riquezas, antes que cualquier otro cuidado, es el del alma y de su perfeccionamiento […] la única cosa que me he propuesto toda mi vida en público y en particular es no ceder ante nadie, sea quien fuere, contra la justicia”.
Como he relatado antes, tanto el primer día de clase en mi colegio en Washington y muchos años después también en el primer día de clase en un seminario de posgrado en New York, en ambos casos, coincidentemente, en base a una ilustración de Pascal, los profesores inauguraron sus lecciones dibujando en el pizarrón dos círculos de diferente diámetro y dijeron que se trataba de distintas dosis de conocimiento y nos invitaban a los alumnos a prestar atención cuanto más expuesta a la ignorancia se encontraba la circunferencia mayor, con lo que ponían de manifiesto que cuanto más se conoce más se tiene conciencia de la propia ignorancia. Este ha sido un punto central en Sócrates: saber que la ignorancia es infinita constituye prerrequisito fundamental para poder incorporar conocimientos. Einstein decía que “todos somos ignorantes, solo que en temas distintos” a lo que debe agregarse que en los temas que estamos especializados también somos muy ignorantes, lo cual como ha escrito Popper, es el motor de futuras investigaciones a través de una interminable serie de refutaciones y corroboraciones siempre provisorias.
La tradición del liberalismo clásico se basa en aquellos postulados: nosotros mismos no sabemos que haremos mañana, podemos formular una conjetura pero cuando las circunstancias se modifican cambiamos nuestras prioridades, por ende, mal podemos tener la arrogante presunción de dirigir las vidas de millones de personas. El conocimiento está siempre disperso y muy fraccionado entre los integrantes de las sociedades. La soberbia es la característica medular del espíritu totalitario que no concibe procesos de coordinación espontánea sino que pretende conocerlos y dirigirlos. De este modo, en lugar de conocimiento fraccionado y disperso, se impone la ignorancia concentrada. Por su parte, Sócrates constituye un ejemplo de la necesaria modestia intelectual y una refrescante actitud frente a la vida.