No hace falta recurrir a la teoría económica, sino tan solo a la evidencia para comprobar que los países en los que a) se aseguran los derechos de propiedad, b) se reprimen las prácticas monopólicas y existe una razonable apertura al comercio internacional, c) se ejercen políticas fiscales mesuradas y d) se asegura la estabilidad monetaria, son los países que logran el máximo crecimiento y la mínima desigualdad posibles.
En muchos lugares y en el nombre de variados populismos estas condiciones son vulneradas de forma más o menos sistemática. Los argumentos siempre son “nobles” (mayor igualdad, mejor perfil productivo), pero el resultado es siempre el mismo: los indicadores sociales y económicos se van rezagando.
Al tratar de explicar estas diferencias algunos subrayan el rol de las culturas. Se afirma que las sociedades que aseguran las condiciones para que el capitalismo de sus mejores frutos serían aquellas permeadas por culturas que valoran el trabajo, el esfuerzo individual, el cumplimiento de las obligaciones, el ahorro y el éxito. Tales valores les serían inculcados a los habitantes desde niños, ya en sus hogares, ya en las escuelas a través de los contenidos de la educación formal. Quienes así opinan ponen como paradigma el caso de los EEUU, pero el origen sajón de la población originaria de ese país los lleva a extender la idea de una cultura propicia al capitalismo a países tales como Gran Bretaña, Canadá, Australia, Nueva Zelandia, Alemania, Holanda y algunos más, como serían los nórdicos.
Por el contrario, esta cultura no estaría presente en los países que se dejan ganar por el populismo. La popularidad del populismo (valga la redundancia) se debe a lo difícil que es explicar y comprender el adecuado funcionamiento de los mercados en competencia, sus mecanismos de ajuste o de compensación (como la inevitable desaparición de actividades y empleos de resultas de la innovación y de la creación de nuevas actividades y empleos), así como las condiciones jurídicas que tal funcionamiento presupone (estado de derecho, división de poderes, respeto de los derechos de las minorías, servicio civil basado en la meritocracia, monopolio estatal del uso de la fuerza, etc.), y lo fácil que es – explotando estas dificultades y las naturales desigualdades resultantes de las muy diferentes capacidades humanas -organizar partidos basados en slogans simples, elementales y/o demagógicos.
El argumento de las culturas, sin embargo, es débil: 1) Las “tentaciones populistas” están presentes en todos los pueblos, 2) Varios países de raíz sajona han pasado por largos períodos de políticas “populistas”, 3) Algunos de ellos, como Nueva Zelandia e Irlanda, son relativamente recién llegados al grupo de naciones exitosas, 4) Hay muchas naciones de origen no-sajón en las que respetan razonablemente las condiciones para un buen desarrollo capitalista. Francia, Italia y Japón pueden mencionarse entre los más antiguos de esta categoría. España, Brasil, México, Chile, Taiwán, Korea, China e India son incorporaciones más recientes. 5) En estos países las condiciones para el buen desarrollo han sido impuestas y/o respetadas por gobiernos de todo el espectro ideológico: Liberales, conservadores, republicanos, demócratas, de derecha, de izquierda y hasta comunistas.
Estas historias sugerirían que lo que distingue a un grupo del otro, más que rasgos culturales o educativos, es la existencia de un conjunto dirigente con la lucidez como para satisfacer las inquietudes populistas de la sociedad (típicamente, durante las campañas electorales), pero que gobiernan y legislan dando previsibilidad y sin vulnerar grave o sistemáticamente las condiciones enumeradas al comienzo de esta nota. La evidencia estadística demuestra que la Argentina supo pertenecer al grupo exitoso. En algún momento del siglo XX, sin embargo, perdió la categoría. Esto revelaría que, con sus más y sus menos, el país tuvo una dirigencia que pugnó por asegurar las condiciones requeridas para un desarrollo capitalista, contrariando incluso rasgos culturales populistas de la población. Es un caso bien ilustrativo del rol de las dirigencias, más que el de los rasgos de la cultura.
Nuestra historia y la de otras naciones -incluyendo las que en los últimos treinta o cuarenta años lograron recuperarse después de décadas de declinación- sugiere que ningún país está totalmente aislado del riesgo de caer en tentaciones populistas. Sin ir muy lejos se puede señalar la alta dosis de populismo fiscal y financiero en los EE.UU. impulsada por el Partido Republicano tras el acceso de George W. Bush a la presidencia en 2001. Pero estas mismas historias también sugieren que ningún país está condenado “ad-vitam”, mostrando como se puede pasar del grupo exitoso al rezagado, así como de este último al primero. Ya se vio que entre los países que ejercen políticas favorables al desarrollo de un capitalismo competitivo los hay con o sin culturas propicias. Están allí porque sus dirigencias y gobiernos -elegidos por el voto popular, alternándose izquierda, centro y derecha, y más allá de lo que se pueda haber prometido en campaña- aprendieron a consensuar y respetar como cuestión de Estado los límites de la política económica.