Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
La facultad de hacer o no hacer algo siempre que no dañe igual derecho de terceros resulta indispensable al efecto de poder seguir el camino que cada uno prefiera para lograr sus cometidos particulares y, asimismo, con esta posibilidad abierta, las personas obran conforme con su condición humana, es decir, revestidas de dignidad compatible con su libre albedrío, lo cual lo distingue del resto de las especies conocidas.
Por esta derivación de su condición natural de ser humano de adoptar las decisiones que cada uno estima lo conducirá a las metas apetecidas es lo que hace que esta facultad se denomine “derecho natural” puesto que proviene de una parte central de su naturaleza. Esto en modo alguno quiere significar que todo lo natural sea conveniente para las personas en todas las circunstancias. El hombre se protege del rayo, de la lepra, de las fieras salvajes, del frío, los terremotos etc. situaciones que pueden cumplir sus funciones en el cosmos pero que generalmente requieren que las personas se defiendan de ellas y, para tal fin, adopten medidas precautorias.
El derecho natural se conoce también como “iusnaturalismo” que es solo otra manera de expresar la misma idea que se adopta no por ser natural sino por ser conveniente, lo cual debe distinguirse claramente del utilitarismo que se sustenta en los denominados “balances sociales”, es decir, en sopesar el bien de los más con el bien de los menos, lo cual da por tierra con la idea del derecho como un atributo o facultad valorada de cada uno y, en cambio, hace que unos puedan ser usados como medio para los fines de otros.
En el contexto del iusnaturalismo cada derecho tiene como contrapartida la obligación de respetar ese derecho, muy al contrario de lo que actualmente viene sucediendo ya que se ha degradado la noción del derecho a tal grado que significa la facultad de disponer del fruto del trabajo ajeno lo cual lo convierte en un pseudoderecho, es decir, en la caricatura o la negación misma del derecho. Así se habla del “derecho” a una vivienda digna, a una dieta balanceada, a la salud robusta, a la recreación sostenida, a la educación adecuada, a un ingreso suficiente y así sucesivamente siempre a costa del derecho de otros con lo que se quiebra la columna vertebral de la noción jurídica antes apuntada para convertir la sociedad en un enorme círculo en el que cada uno tiene metidas las manos en los bolsillos ajenos sin seguridad alguna y, por ende, provocando incentivos perversos al desmán en lugar de la creación de riqueza y en el contexto de la demolición de toda noción de marcos institucionales civilizados y, en lugar de ello, como queda dicho, se introduce el salvajismo más extremo.
Tal vez no resulte necesario insistir en que el respeto a los derechos naturales no solo significa acatar normas morales de convivencia y cooperación social sino que permite la producción máxima de riqueza que se trasmite en cada transacción libre a través de contratos voluntariamente pactados y hace que los no participantes se beneficien con ingresos más elevados debido a crecientes tasas de capitalización. Esa es la razón central del progreso material que se deriva necesariamente del progreso moral. Esa es la diferencia entre un país “desarrollado” de uno “subdesarrollado” y debido al abandono de los mencionados valores es que desafortunadamente los primeros se están convirtiendo en los segundos, lo cual constituye la decadencia en la que nos encontramos inmersos lo cual dispara la demolición de lo que se ha conocido como la forma de vida occidental, es decir, el llamado mundo libre es cada vez menos libre debido a la presencia cada vez más omnicomprensiva del Leviatán.
En el derecho natural, la propiedad privada desempeña un papel de primera importancia comenzando con el derecho al propio cuerpo y al pensamiento para continuar con el derecho a lo adquirido de modo legítimo, es decir, sin lesionar derechos de terceros. Debido a que los recursos son escasos, el derecho de propiedad permite asignarse a quienes lo utilizan del modo más productivo posible a criterio de los demás. Quienes dan en la tecla obtienen ganancias y quienes yerran incurren en quebrantos. De este modo, el cuadro de resultados indica el éxito o el fracaso en un proceso dinámico y siempre cambiante, según se modifiquen las preferencias de la gente. En esta situación de respeto a los derechos naturales se logra la mayor armonía y cooperación social posible y se evitan los permanentes conflictos y confrontaciones presentes en donde no se respetan los aludidos derechos. (Esta es la razón por la que en la verdulería tanto el comprador como el vendedor se agradecen recíprocamente después de haber llevado a cabo la operación correspondiente, a diferencia del socialismo donde el sistema colectivista empuja a que todos esperen el fracaso del vecino para devorarlo igual que cuenta Melville en Moby Dick que los tiburones eran la escolta hambrienta de los horrendos barcos negreros).
Este es el sentido por el que desde tiempo inmemorial -tal vez desde Antígona de Sófocles- se viene aludiendo explícita o implícitamente a los derechos “inalienables”, es decir no sujetos a la invasión por parte de otros y, como decimos, naturales en el sentido de indispensables para que cada uno pueda realizarse como persona actualizando sus potencialidades y no referido a la condición natural del bruto ni a las leyes físicas (naturales) presentes en el universo. El ser humano es un animal racional y para que pueda ejercer sus atributos de racionalidad es menester que opere en libertad al efecto de que pueda seleccionar los medios que considere adecuados para la consecución de sus específicos fines. La vida humana carece de significado sin libertad, a menos que se estime que hay vida propiamente humana por el mero hecho de respirar.
Desde la Carta Magna de 1215 en adelante toda la tradición liberal se sustentó en la protección de esos derechos frente a la invasión de terceros pero muy especialmente frente a la invasión del aparato estatal, sea un rey, el emperador o el parlamento. Ese derecho en esta tradición de pensamiento se consideró el requisito previo para todo lo demás a que pudiera aspirar el ser humano. Las constituciones estaban dirigidas a evitar estos abusos y atropellos hasta que como una manifestación más de los tiempos que corren esos documentos o se han transformado en letra muerta o se ha convertido en declamaciones de aspiración de deseos donde se llega al sinsentido de “asegurar” los propósitos más increíbles y absurdos imaginables en correlato con la introducción de ministerios de “bienestar social” y otras sandeces por el estilo que no hacen más que asegurar el malestar de todos.
La comprensión del derecho natural ha hecho que desde la época de Algeron Sidney y John Locke se reconociera el derecho a la resistencia frente a gobiernos que pretendieran usurpar esos derechos inalienables y, antes de eso, fue la razón por la que Sto. Tomás de Aquino escribiera que “la ley injusta no es ley sino corrupción de ley”. Hoy asistimos, incluso en las Facultades de Derecho, a los estragos del positivismo jurídico por el que se desconoce toda relación de la norma positiva con mojones o puntos de referencia extramuros de esa legislación y, de ese modo, egresan estudiantes de leyes pero no abogados quienes identifican la norma positiva, el inciso y el párrafo en cuestión pero no tienen la más remota idea de cual es el fundamento jurídico de esas disposiciones que interpretan como de diseño, construcción o ingeniería social del legislador y no un proceso de descubrimiento del derecho preexistente a la mente del megalómano de turno.
Es hora de hacer un alto en el camino y volver a repasar los trabajos de los grandes maestros del derecho y abandonar la presunción del conocimiento que permite el peligroso espejismo de que es posible planificar la sociedad como si se tratara de arcilla maleable al gusto del mandón del momento. Cierro esta nota periodística con un pensamiento que aparece en la ocurrente tira de Mafalda: “La vida es como un río, lástima que haya tantos ingenieros hidráulicos”.