En términos de manejo de las cuentas públicas se suele «etiquetar» a los gobiernos estadounidenses según sean de origen republicano o demócrata. Se dice que los primeros suelen ser más austeros en el gasto, prefieren menores impuestos y bajos niveles de deuda pública. A los segundos se los caracteriza por su tendencia a aumentar el gasto público, supuestamente destinado a lo social, a costa de mayores impuestos y acumulación de pasivos.
Estos preconceptos son sumamente dañinos, ya que impiden identificar el origen de los problemas cuando éstos estallan. Luego de 12 años de gobierno republicano que terminaron desequilibrando las cuentas públicas e incrementando el déficit fiscal, asumió como presidente Bill Clinton, un demócrata. Contra lo que dicha «etiqueta» indicaba, generó elevados ahorros fiscales durante su gestión que le permitieron contener los niveles de endeudamiento.
Descontrol
Después, llegó un republicano, George W. Bush, que se caracterizó por un creciente descontrol del gasto público de los Estados Unidos y llevó el resultado fiscal a un creciente déficit. Para colmo de males, dejó al país en medio de una crisis y con desequilibrios fiscales récords que su sucesor, ahora un demócrata, el presidente Barack Obama, se ocupó de sostener en niveles preocupantes.
Conclusión, Estados Unidos lleva 10 años de un desastroso manejo de las cuentas públicas y, aún más, de mala gestión monetaria. Entre 2002-2008, la Reserva Federal y el Gobierno de los Estados Unidos, imitados en mayor o menor medida por el resto de los países desarrollados, gestaron una fiesta monetaria y fiscal. Finalmente, la «burbuja» estalló y llegó la hora de pagar la cuenta. Pudieron haber permitido un duro ajuste con una veloz recuperación posterior, las famosas crisis con salida en forma de «V»; pero hubiera significado un durísimo costo social y político. Por lo tanto, se optó por postergar el pago y moderar la caída, utilizando el financiamiento todavía disponible de los Estados y de los bancos centrales de los países desarrollados, generando excesos de gasto y de emisión.
Ahora bien, para poder financiarnos necesitamos que alguien nos de crédito, que tendrá un límite, y luego deberemos conservar su confianza para que nos lo mantenga. Con la asunción del presidente Obama y con el acuerdo del G-20, en marzo de 2009, los inversores les dieron su confianza a los gobiernos y los bancos centrales de los países desarrollados.
Lupa
Lamentablemente, cuando la economía empezó a recuperarse y debieron mostrar voluntad de ir enfrentando la «deuda fiscal y monetaria» primaron las voces que decían que la fiesta podía continuar e, incluso, convenía volverla más apoteótica.
Con la estafa de los datos fiscales de Grecia, los inversores pusieron bajo la lupa el descontrol del gasto en la Unión Europea. Ahora, con la puja por el aumento del límite de la deuda del Tesoro y la rebaja de su calificación se dieron cuenta de que el desequilibrio de las cuentas públicas de EE.UU. era insostenible en el tiempo. En algún momento, la paciencia de los acreedores y tenedores de moneda dura se tenía que acabar. Puede ser que estemos ante esta última situación y enfrentando una nueva debacle mundial, ya que, en ese caso, habrá que pagar la cuenta al contado. También podría suceder que los gobiernos y bancos centrales logren una nueva refinanciación. Lo malo sería que la aprovechen para volver a «patear» el ajuste para adelante y gesten una nueva «burbuja» que estalle en uno o dos años. No lo sabemos, pero no dejemos que nos engañen los vendedores de «pócimas mágicas»: los problemas no se van a resolver con más irresponsabilidad monetaria y fiscal.