[S]e suele decir que las cosas se valoran en su plenitud recién cuando se pierden. Esto es particularmente cierto con la libertad y tiene sentido que así sea. Es sencillo proclamar el deseo de ser libre; lo difícil es ejercer la libertad. Como todo derecho, es algo de lo que gozamos por nuestra naturaleza humana y no porque alguna otra persona nos lo haya concedido. Sin embargo, ser libre significa tomar decisiones y actuar según la propia voluntad, lo que implica asumir las responsabilidades y los costos que de ello se deriven. Por supuesto, esa parte no parece tan agradable y, por ello, existe una cierta predisposición de los hombres a intentar delegársela a otros, en general, a los gobernantes. Pero perdemos de vista que eso no se puede hacer sin delegar el derecho que dio origen a esos resultados.
Nos podemos quejar de que los funcionarios del Estado no respetan nuestra libertad y nuestros derechos, pero deberíamos antes hacer introspección para ver en qué medida no es la consecuencia de haberle delegado nuestras responsabilidades. Si es así, puede que ellos no estén respetándonos, debido a que nosotros no nos reconocemos maduramente como tales. Estamos actuando como los niños y adolescentes que necesitan que un adulto tome a su cargo las decisiones que les atañen.
Cuando decimos que la libertad de uno termina donde empieza la del otro estamos afirmando que ese otro goza de los mismos derechos que nosotros, que lo reconocemos plenamente como persona humana. Al imponerle nuestra voluntad al otro, aunque lo hagamos pensando en que es lo mejor para él, no lo estamos reconociendo como un igual, sino como alguien inferior que merece ser tutelado.
Ser libre significa ser el único dueño de uno mismo y, por ende, del resultado del ejercicio de esa libertad. Uno es dueño del fruto de su trabajo, de su ingenio y de sus habilidades como emprendedor, que es lo que da origen a los bienes y servicios con los que satisfacemos nuestras necesidades. La libertad incluye poder decidir cómo y cuándo voy a disponer de lo que generé con mi esfuerzo, tiempo e inteligencia. También, ser libre de intercambiarlo por otras cosas que yo necesite. Entonces, es difícil hablar de libertad cuando un tercero puede exigirme que le pida permiso para realizar una operación comercial legal o cuando puede disponer de lo que es mío como si le perteneciera. En ese momento, se ha vuelto dueño de gran parte de nuestra vida y libertad. Ya no podemos hablar de ciudadanos sino de súbditos o vasallos.
Aun en el extremo, si se tiene coartada la posibilidad de ejercer su libertad, uno siempre será libre en su pensar. Por eso, suena extraño cuando se nos destrata por opinar distinto y, al mismo tiempo, se habla de respetar los derechos del hombre, ya que significa ponerse por encima intelectual o moralmente. Es decir no considerar al otro un igual, como corresponde a su dignidad humana.
Hace unos años, un periodista venezolano contaba que en su país cuando empezó el gobierno de Hugo Chávez, muchos decían que Venezuela no iba a llegar a ser como Cuba. Esto justificó la comodidad y la irresponsabilidad cívica de una dirigencia profesional, económica e intelectual que, por omisión u acción, dejó que el chavismo los llevara hacia una nueva Cuba, el socialismo del siglo XXI. Por ello, hoy me preocupa cuando escucho a muchos argentinos decir que aquí no puede pasar lo que en Venezuela. Esperemos que no sea el justificativo de nuestra comodidad e inmadurez ciudadana presente que nos termine llevando a un futuro del que nos vamos a arrepentir y que nos va a costar mucho corregir.
Tengo la esperanza de que cada vez seamos más los que, para este año, asumamos la «incomodidad» de ser parte de la construcción de un futuro en libertad y en el marco del pleno respeto de los derechos e instituciones, que son las bases necesarias para gestar más oportunidades de progreso para todos los argentinos.
*Publicado por La Nación, Buenos Aires.
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