Una vez más la Constitución ha sido burlada. Quienes deberían resguardarla antes que nadie le han vuelto la espalda sin pudor. El oficialismo prueba, con su conducta transgresora, que para sus voceros la ley está supeditada a lo que el poder absoluto exige. Esta brutal antinomia entre política y Constitución puede ser enmascarada, pero no por eso resulta menos letal para la República.
Guillermo Moreno, ese funcionario a salvo de toda mesura, expresa proverbialmente una concepción del poder que haría las delicias del rey Herodes y que, en su ausencia, satisface las aspiraciones principescas de otros mandatarios no menos sedientos de espejos que multipliquen su imagen. La omnipotencia vivida como derecho no conoce otro procedimiento para imponerse que el atropello, ni otro lenguaje para darse a conocer que el de la camorra y el chantaje. Lo más grave, sin embargo, no es que ese infante de marina de los años 50 sea como es y proceda como lo hace. Lo más grave es que el Gobierno encuentre en su figura el emblema de su gestión nacional y popular.
La decisión de poner en los puños del secretario de Comercio todo lo relativo al cumplimiento de la denominada ley de Papel Prensa -por no hablar de otros dominios de los que también se ha enseñoreado- es una elocuente definición de lo que el Gobierno entiende por responsabilidad y eficacia en el desempeño que le compete.
Con el logro de esta tan particular concepción de la libertad expresiva que promueve el Frente para la Victoria no sólo serán afectadas en el acceso al papel las empresas privadas del ramo y ello a favor de un monopolio estatal. Su lamentable incidencia se hará sentir primordialmente sobre la opinión pública. De seguir las cosas como van, muy pronto se la verá subordinada a las imposiciones informativas y analíticas de la realidad que el oficialismo entienda indispensables y excluyentes también en toda la prensa escrita.
La disconformidad con esta conducta sovietizante no implica pretender que el oficialismo prescinda de esa palabra de vocación totalizadora en la que se deleita. Implica recalcar, ante quien quiera oírlo, que ese Frente, procediendo como lo hace, no está dispuesto a admitir otra cosa que lo que él establece. No está dispuesto a admitir como válido el derecho de un amplísimo sector de la sociedad (integrado a su juicio por quienes se agolpan en el círculo dantesco e infernal de las almas reaccionarias, antipopulares y destituyentes) a elegir los medios a través de los cuales desea informarse.
De modo que el veredicto oficial es claro: habrá que asfixiar a la oposición porque la oposición, aun sin partidos que la representen cabalmente, encuentra en la prensa disidente la voz que sí la representa. Esa voz que no es otra que la de los presuntos enemigos del indiscutible sistema democrático en que vivimos. Planteado esto con más delicadeza: habrá papel para quien se avenga a escribir lo que debe. No lo habrá, en cambio, para quien pretenda seguir escribiendo lo que le parezca. “It’s your choice”, diría el rey Lear.
Para infundir más colorido a esta fiesta de la unanimidad, el Gobierno ha resuelto caratular de terroristas a quienes no acaten sus criterios de verdad o procedan de manera contraria a como él entiende que se debe actuar en el orden público. No hay nada que hacer: la nostalgia entre nosotros no muere y cada tanto el pasado hace sentir su potencia para reinscribirse en el presente. Mejor aún: para devorárselo entero sazonando el plato con algún ingrediente progresista.
¿Qué democracia es ésta en la que vivimos? ¿Qué democracia es ésta si la Constitución Nacional que legitima al Gobierno en el ejercicio de su mandato resulta luego pretextual e inocua para quienes tienen el deber de asegurar su vigencia? ¿Qué democracia es ésta que asienta su despliegue en el desprecio por la diversidad de criterios en el campo de las ideas, en la tergiversación de los índices inflacionarios, en la negación del federalismo, en la inseguridad jurídica, en la tolerancia a la corrupción, en los asesinatos impunes y en la convalidación de un sindicalismo perverso? ¿Qué democracia es ésta que no duda en homologar la indiscutible mayoría de votos que respalda y legitima al partido gobernante con la totalidad de votos emitidos y de los cuales un 46% puso en juego otras opciones que la oficialista en las elecciones de octubre pasado?
Ese pensamiento alternativo tiene derecho a contar, en su frondosa diversidad, con una prensa que lo exprese. ¿Lo tiene? Que nadie se equivoque. El Gobierno estima que no.
Creer como muchos lo hacen que el conflicto generado por el control estatal del papel es un problema que afecta únicamente a la prensa y a quienes de ella y para ella viven puede ser un error fatal para el porvenir de una democracia que no se quiera populista. ¿Cuándo despertarán de su apatía cívica los que sólo parecen reaccionar si cesa el tañido de las monedas en sus bolsillos? La disconformidad no prosperará políticamente si se limita a ser un mohín de disgusto ante lo que pasa o un fugaz estado de ánimo que altera por un segundo el apacible paisaje de las playas y los campos que frecuentamos. O el fruto de una operación contable que arroja un circunstancial saldo negativo. Si las protestas sólo se harán oír cuando las inspiren los pesares económicos de quienes no pasan hambre, bien jaqueado está el porvenir de los valores republicanos.
Varios han sido, en estos últimos meses, los intelectuales europeos que se han manifestado para señalar que la crisis por la que atraviesan las democracias más desarrolladas no es sino consecuencia de la vergonzosa pleitesía que las dirigencias políticas les rinden a los mercados financieros. Supeditada a las imposiciones de esos mercados, la política se vuelve prostibularia. Es mejor que nuestras dirigencias -esas que alzan las banderas de la oposición- no lo olviden. No se trata, obviamente, de dejar el dinero de lado; se trata de no dejarse de lado al reconocer la importancia del dinero. El Gobierno está persuadido de que un significativo sector de la clase media tiene precio. Y las últimas elecciones presidenciales le han probado que algo de razón lo asiste al pensar así. El campo y la industria tendrán que reconsiderar políticamente las consecuencias cívicas de eso que ambos llaman “realismo”. Está bien tener los pies en la tierra. Pero la mirada, como propone la insignia latina, debe estar puesta en el horizonte. Sin largo y mediano plazo, no hay política de Estado que tenga porvenir.
Muy pronto se hará oír el estertor de la palabra amordazada. Su mueca de impotencia ha de ser, entonces, la nuestra. El proyecto de coerción sobre la libertad de opinión ya está aprobado. Hemos ingresado en la etapa de los hechos. Y los hechos serán inequívocos. Si no lo advertimos, si no reaccionamos en defensa de la Constitución buscando los caminos que permitan reconstruir una oposición eficaz y cada vez más significativa, el pensamiento uniforme se expandirá de un extremo a otro del país.
Una larga noche caerá entonces sobre la sensibilidad crítica. Y todos nosotros, si no reaccionamos con los recursos que esa Constitución nos brinda y la perseverante tarea que exige la construcción de un frente político suficientemente representativo, terminaremos siendo, por mucho tiempo, seres sólo parecidos a ciudadanos y rigiendo nuestras conductas por principios sólo parecidos a los de la dignidad.