Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
[L]a propaganda ha sido mucha y muy fuerte para convencer que los gobernantes están rodeados de un halo de magnificencia inigualable. De allí es que se autodenominan “su majestad”, “el excelentísimo”, “la honorable” y demás adjetivos que rebalsan de pomposidad y grandilocuencia. De allí las reverencias, saludos serviles, venias, trompetas, alfombras coloradas y demás parafernalia. En medio de este enjambre de agachadas pusilánimes y fraseología que desparrama por doquier la expresión “dignatario”, el gobernante es proclamado como “el primer mandatario” pero en vista de tanta genuflexión actúa como el primer mandante ya que en los hechos sustituye a las personas en esa figura.
No parece concebirse que en una sociedad abierta los gobernantes no son más que empleados de los ciudadanos, sin embargo anotan en sus carpetas curriculares los cargos que han desempeñado como si fueran de la mayor importancia sin percatarse que trabajan para la población que los mantiene y, en última instancia, son los que para bien o para mal imparten las directivas. En realidad esto último finalmente no ocurre y son los miembros de la sociedad los que parecen recibir las directivas y también retos de los gobernantes debido a la desenfrenada propaganda antes mencionada que termina tergiversando roles.
Pero si se piensa bien, las reservas y la fuerza se encuentran siempre en la gente sepa o no administrar esos recursos de que disponen. Tengo muy presente que Ortega tituló uno de sus mejores ensayos “La gente es nadie”, pero permítaseme la licencia gramatical y metodológica al emplear la palabra “gente” y similares como sustitutos para referirme al conjunto de los individuos que integran la comunidad (Borges solía decir que “todos es una abstracción mientras que cada uno es una realidad”). Se afirma con mucha razón que el pueblo tiene el gobernante que se merece puesto que surge de sus filas y ejecuta las ideas que están en el ambiente y son aceptadas y toleradas por la población. Esto ocurre por más que en no pocas ocasiones la gente cansada y humillada se da por vencida y no ejerce el control y se deja arrastrar por los megalómanos de turno.
El gobernante siempre es el resultado de las ideas que flotan en la sociedad. Entonces, en estas líneas invito a los lectores que hagamos juntos una apreciación de la realidad política distinta de la habitual y dejemos de lado los lugares comunes y archirepetidos.
No es infrecuente que cuando una persona se destaca se le diga que debería ser presidente o ministro de tal o cual ramo. Esto es un gravísimo error. Lo importante no es el gobernante sino la gente: de sus estudios y difusión de valores y principios depende todo lo demás. El político, como cazador de votos, está obligado a recurrir a un discurso que la gente pueda digerir, si se sale de ese libreto pierde apoyo electoral.
Por tanto, el eje central de mi invitación a los lectores es que nos miremos por dentro y veamos que allí radica la fuerza de nuestros destinos. No es como hacen los tilingos de siempre que endosan sus responsabilidades en la esperanza que otros sean los que les resuelvan los problemas (lo más que hacen es distribuir boletas el día de las elecciones como si se tratara de una gran proeza cívica).
¿Cómo pueda cada uno contribuir a la resolución del los problemas que nos aquejan? Pues de mil maneras. Las más efectivas son la cátedra, el artículo, el ensayo o el libro, pero la que resulta más adecuada y posible para la mayoría de la gente consiste en reunirse en grupos pequeños para estudiar y debatir libros que contengan ideas que apuntan a los fundamentos filosóficos, económicos y jurídicos de una sociedad de hombres libres. Estos cenáculos reducidos, en la etapa siguiente se subdividen en otros tantos grupos según la capacidad de los primeros integrantes de coordinar futuras agrupaciones y así sucesivamente.
Al extenderse esta fuerza persuasiva en la sociedad, necesariamente se modifica el cuadro de situación y hace que los mandatarios sean tales y no mandantes dotados de una arrogancia y una presunción de conocimiento dignos de mejor causa. De este modo, se desinflará el rol de los gobernantes y se verá con mayor claridad que están revestidos de mayor importancia faenas tales como la de los panaderos, los arquitectos, las costureras y los fabricantes de dentífricos que son los que producen, mientras que los gobernantes solo consumen lo producido por otros y lo deben hacer en funciones exclusivamente dirigidas a garantizar los derechos que son anteriores y superiores a su propia existencia.
Es cierto que en esta instancia del proceso de evolución cultural los cazadores de votos principalmente apuntarán a la franja más extendida de la población en la que la excelencia es por su naturaleza más escasa en cuanto a la comprensión de cuestiones económicas y jurídicas. Precisamente por ello es que emplean un discurso de menor calado en el que cubren el común denominador al efecto de captar un bulto numérico mayor. Pero aquí viene el rol de quienes han tenido mejores oportunidades de cultivarse en los distintos estratos sociales: el de servir de ejemplo y contribuir a despejar telarañas mentales y falacias de diverso orden en el contexto de debates abiertos y competitivos. Esa es la tarea decisiva de los antes aludidos ateneos.
Este es el sentido del proverbio chino en cuanto a que “el pez se pudre por la cabeza” o el pasaje bíblico en el sentido de aquello de “heriré al pastor y el rebaño se dispersará”. Por esto es que cuando se observa la degradación de empresarios, sacerdotes y equivalentes y la decadencia en los colegios y universidades, puede anticiparse el desbarranque puesto que no hay mojones o puntos de referencia congruentes con el espíritu de libertad.
En definitiva, es la gente la que dirige a los políticos en funciones sea por acción u omisión. Esta es la fuerza que debe ser utilizada todos los días en la trabajosa tarea por comprender y difundir los valores de la sociedad abierta. Abdicar de tamaña responsabilidad es entregar las vidas y las haciendas a los leones. Ese es el sentido por el que los Padres Fundadores en Estados Unidos insistían en que “el precio de la libertad es su eterna vigilancia”. Todos estamos interesados en que se nos respete independientemente de cuales sean nuestras profesiones e inclinaciones, por tanto, todos los días debemos contribuir a las ideas que se sustentan en ese respeto y consideración elemental.
Es más cómodo mirar para otro lado y seguir empeñados en nuestros arbitrajes personales, muy legítimos por cierto pero que no sobreviven sin un marco civilizado. Dentro nuestro está la solución y no en proclamar que debe aparecer como por arte de magia un político que nos resuelva todo. Se dice que la política es el arte de lo posible, lo cual es una perogrullada pero la tarea de quienes no están en la arena política es hacer que lo posible resulte mejor, esto es, correr el eje del debate para que lo que aparece como políticamente imposible sea posible, situación que nunca ocurre si todos adhieren a lo que al momento cuenta con generalizada aceptación.
Por todo esto es que el timón de los acontecimientos se encuentra nada más y nada menos que en las preferencias y las acciones cotidianas de la gente. El asunto radica en abandonar el escepticismo y la apatía y poner manos a la obra cuanto antes. Se ha dicho que las tareas educativas son de largo plazo, es cierto pero cuanto antes se comiencen mejor será. Como ha dicho Mao Tse-Tung (que desde luego no es mi autor favorito): “la marcha más larga comienza con el primer paso” o como ha aconsejado el marxista Antonio Gramsci “tomen la cultura y la educación y el resto se dará por añadidura”. No hay sustituto para la trasmisión de ideas. El timón está a disposición de la gente, el asunto es que lo use para navegar por aguas tranquilas y no se deje engatusar por polizontes que apuntan al naufragio.