Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
Jueves, 5 de abril de 2012
[L]amentablemente hay muchos pésimos ejemplos de los gobiernos argentinos de los últimos largos tiempos. Sin embargo, después de la tiranía rosista,la Constituciónde 1853/60 permitió convertir a ese país sudamericano en la vanguardia del mundo libre. Los inmigrantes competían entre Estados Unidos y Argentina para “hacersela América” debido a que los salarios del peón rural y los obreros de la incipiente industria eran superiores a los de Alemania, Francia, España e Italia. Todos los indicadores de progreso más relevantes ubicaban ala Argentinaen los primeros puestos del concierto de las naciones más civilizadas del orbe.
Luego comenzó el populismo yrigoyenista y los nacionalismos de los Manuel Gálvez, Leopoldo Lugones y Manuel Carlés que contribuyeron a crear un ambiente de xenofobia y estatismo incompatible con el progreso, y la revolución fascista del año treinta y sus continuadores de tradición conservadora introdujeron la banca central, el impuesto progresivo y las juntas reguladoras, todo lo cual fue acentuado en grado exponencial por el peronismo de la década siguiente con el agregado de la corrupción alarmante y la persecución política hasta extremos inconcebibles. Félix Luna en su Breve historia de los argentinos escribe que “Perón, que llegó con un lenguaje nuevo, trajo también una serie de elementos del pasado, como por ejemplo el plan económico de Miguel Miranda de 1947, que tenía varios elementos del de Pinedo establecido en 1940 por un régimen conservador” y Emilio Hardoy se queja amargamente en No he vivido en vano de las impugnaciones electorales de los conservadores y del denominado “fraude patriótico” patrocinado por esa corriente política.
Pero en esta nota me propongo destacar muy brevemente un extraordinario ejemplo de la mejor tradición liberal del constitucionalismo argentino lo cual señala con notable enjundia Jorge Labanca en su ensayo titulado “El que preside no gobierna”, publicado en la compilación organizada por Ezequiel Gallo en homenaje a mi padre (Liberalismo y sociedad. Ensayos en honor de Alberto Benegas Lynch, Buenos Aires, Editorial Macchi, 1984).
En este comentario telegráfico me baso en el muy documentado trabajo de Labanca en donde cada afirmación se sustenta en el respectivo texto constitucional y donde el autor subraya la sustancial modificación del rol del Ejecutivo que, de un considerable tiempo a esta parte, ha tenido lugar y que en un proceso de contrabando se le ha ido otorgando de facto potestades que son propias del Legislativo a contracorriente del pensamiento que dio origen ala República Argentina y, en cambio, ha inflado de modo superlativo los poderes de la presidencia hasta límites que la convierten en “un monarca electivo” según una ajustada expresión del mencionado autor.
En el referido ensayo se apunta que el texto constitucional hace que el Ejecutivo se constituya en un órgano administrador que ejecuta lo sancionado por el Congreso, al contrario de lo que viene ocurriendo, situación en la que aparece como el primer mandante que incluso subordina a los gobernados a la condición de mandatarios, invirtiendo el orden de las cosas en el contexto republicano.
Así, como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas el Ejecutivo depende del Congreso para declarar la guerra y definir al enemigo, para designar oficiales superiores, establecer el número de la tropa y declarar el fin de las hostilidades. Como representante del gobierno en materia de relaciones exteriores, recibe y envía funcionarios, pero es el Congreso el órgano que aprueba tratados entre naciones. Su poder de veto está limitado a quela Cámarade origen y la revisora no insistan en la promulgación con las mayorías necesarias. La presentación de un proyecto de ley por parte del Ejecutivo no obliga al Congreso ni siquiera a tratarlo y la apertura de las sesiones parlamentarias constituye una rendición de cuentas ante el Legislativo. Por otra parte, la convocatoria a sesiones extraordinarias es precisamente para contar con la legitimidad en la administración y, por último, la designación de jueces y la declaración del estado de sitio durante el receso del Senado operan bajo el contralor de los organismos correspondientes y dentro de las limitaciones que exige el derecho en un clima de pesos y contrapesos propio de la división horizontal de poderes.
Jorge Labanca con razón se alarma frente a la “progresiva transferencia del las prerrogativas concretas de gobierno del Parlamento al Ejecutivo […] A través de la asignación de fines a la acción administradora del Poder Ejecutivo se verifica una mutación progresiva y a veces insensible de los fines del Estado. No parece muy difícil demostrar quela Constituciónde 1853/60 está moldeada sobre el ideal de la libertad individual […] Esta finalidad se desdibuja y se transforma cuando la ley impone al administrador, como fines perseguidos por éste, cada vez que le atribuye una responsabilidad prestacional o reguladora.”
Como una nota al pie destaco que durante un gobierno argentino de muy reciente data, el Congreso delegó las funciones de la hacienda pública en el Jefe de Gabinete con lo que sus miembros podrían haber renunciado a sus bancas en masa (y a sus dietas) ya que el contralor de las cuentas fiscales es responsabilidad primordial del Legislativo. Estas funciones fueron el eje central del nacimiento del Parlamento: cuidar de las finanzas administradas por el rey en tierras inglesas o del emperador en tiempos de la república romana, al contrario de lo que se considera hoy, es decir, que el Congreso está facultado para dictar leyes a diestra y siniestra en una carrera inaudita de ingeniería social y de diseño arrogante, en contraste con aquellos fallos judiciales en competencia tal como ocurría en los comienzos del common law. Hoy un adiposo Leviatán está desbocado en no pocos lugares: las reiteradas manifestaciones de la tan temida “tiranía de los jueces”, poder integrado muchas veces por magistrados mediáticos con actitudes impropias de su investidura que, además, frecuentemente renuncian a la indispensable independencia, la soberbia patética y tragicómica del Ejecutivo y el desborde del Legislativo que no reconoce mojones o puntos de referencia extramuros de la ley positiva.