Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
Martes, 17 de abril de 2012
Por Emilio Ocampo
[U]no de los males que aqueja a la sociedad argentina y es causa de muchos de sus problemas pasados y presentes es la ambición. Para algunos esto puede sonar a una verdad de Perogrullo. ¿No fue justamente la ambición la que condenó a Satanás al infierno? Para una tradición de pensamiento muy establecida en el mundo hispánico la ambición siempre es nociva. Ejemplo de ello es el “Coloquio de los Perros”, esa novela de Cervantes donde el protagonista, internado en un hospital de Valladolid, escucha en su delirio a dos perros, Berganza y Cipión, debatir sobre la ambición. Mientras que el primero cree que existe una ambición generosa que no causa daño, el segundo sentencia que “pocas o ninguna vez se cumple con la ambición que no sea con daño de tercero.”
Contrariamente a este pronunciamiento canino, la ambición puede ser una fuerza vital positiva, especialmente cuando está enfocada a objetivos loables, a proyectos que contribuyen al desarrollo cultural, económico o político de la sociedad. Pero hay un tipo de ambición que es muy nocivo y lamentablemente muy común en Argentina. Me refiero a la ambición ignorante. Esta es la ambición de aquellos que se creen capaces de todo y cuando llegan al poder no son capaces de nada, excepto causar un enorme daño a la sociedad.
Antes de continuar, aclaremos de que estamos hablando. Según el Diccionario de la Real Academia Española, la ambición es “el deseo ardiente de conseguir riquezas, poder, dignidades o fama” mientras que la ignorancia es “falta de ciencias, letras y noticias”. Es decir que la ambición ignorante no sería más que la alianza en el alma humana entre un exceso y una carencia. Pero se trata de una alianza nefasta ya que no se compensan ni equilibran sino que potencian sus aspectos más negativos.
Como decíamos, la fusión de la ambición con la ignorancia es particularmente dañina. La ignorancia está directamente relacionada con la estupidez. El común de la gente (influida por los lingüistas) piensa que la estupidez es la falta de inteligencia (o conocimientos o ciencias o letras). Pero esta definición es muy incompleta y no abarca el verdadero significado de la estupidez. La estupidez en realidad no es la falta de inteligencia sino la diferencia entre la inteligencia que uno tiene y la que cree tener. Es lo que el economista Armando Ribas alguna vez definió como “la brecha racional de la estupidez”. Es decir, la ignorancia respecto a nuestra propia capacidad de comprensión es la que define el alcance de nuestra estupidez. Desde esta perspectiva socrática, la ambición ignorante es en gran medida una ambición estúpida.
El historiador y economista italiano Carlo Cipolla abordó el tema de la estupidez en un ensayo muy interesante. Según Cipolla, la estupidez se rige por cinco leyes fundamentales. De acuerdo a la primera ley uno siempre e inevitablemente subestima la cantidad de estúpidos que pululan por el mundo. La segunda ley sostiene que la probabilidad de que cierta persona sea estúpida es independiente de cualquier otra característica que la defina. Es decir, se puede ser ambicioso y estúpido e ignorante al mismo tiempo. Cipolla aclara que la estupidez no tiene raza, sexo o nacionalidad. La naturaleza parece haberla distribuido de manera igualitaria en toda la especie humana. La tercera ley define al estúpido como aquella persona que causa daño a otras personas o grupo de personas sin obtener al hacerlo ganancia personal alguna, o, incluso peor, a veces dañándose a sí misma en el proceso. De esta ley surge como corolario una taxonomía de las personas según el daño o beneficio que su conducta genere para si mismas y al resto de la sociedad. Por ejemplo, los inteligentes según Cipolla, son aquellos que se benefician a si mismos y a otros, mientras los estúpidos se encuentran en las antípodas. Por otro lado los incautos o “santos”, son aquellos que benefician a otros con su conducta pero no a si mismos, mientras que los “bandidos” o malvados son los que siempre se benefician a costa de los demás. Esta clasificación tiene sus problemas. ¿Cómo definir a alguien que se beneficia beneficiando a algunos y causando daño a otros? Cipolla reconoce que hay múltiples gradaciones y que su clasificación apunta a un comportamiento promedio. Su cuarta ley establece que los no-estúpidos siempre subestiman la enorme capacidad de los estúpidos para causar daño y olvidan que asociarse con estúpidos es un error costoso. Finalmente, la quinta ley dice que “una persona estúpida es la persona más peligrosa que puede existir.” Aunque no tiene el status de ley, Cipolla agrega otra definición importante que nos acerca al concepto socrático de la estupidez: mientras que el inteligente sabe que es inteligente, el incauto es consciente de su candidez y el malvado de su maldad, el estúpido no sabe que es estúpido.
Es obvio que la peligrosidad del estúpido es función directa del poder que detenta. Lamentablemente en ciertas sociedades como la nuestra el camino al poder está plenamente abierto para los estúpidos. Es más, quizás podría decirse que la estupidez les allana el camino. Según Cipolla, cuanto más primitiva una sociedad, más probable que sea gobernada por estúpidos.
En la Argentina, la ambición ignorante o estúpida no es un fenómeno reciente (aunque la actualidad nos abruma con ejemplos) sino que ha sido, con excepción de un intervalo de casi cinco décadas, una constante en nuestra historia desde mayo de 1810. Muchos de los grandes errores de política (interna, exterior, económica, etc.) que nos han llevado desde la barbarie a la decadencia sin transitar por la civilización fueron consecuencia de la ambición ignorante. La lista de estos errores es larga pero podría incluir, por ejemplo, la decisión de Lavalle de derrocar y ajusticiar a Dorrego para luego entregarle el poder a Rosas, la guerra con Paraguay, el golpe de estado de Uriburu, el alineamiento con la Alemania nazi durante la segunda guerra mundial, el derrocamiento de Frondizi, la entronización de López Rega y la invasión de las Malvinas. Seguramente al lector se le pueden ocurrir algunos ejemplos más recientes.
Como se puede apreciar en esta lista no exhaustiva la ambición ignorante no tiene preferencias ideológicas y puede afectar tanto a militares como a civiles, a derechistas como a izquierdistas. Pero cuanto menos límites institucionales y constitucionales hay en una sociedad, mayor es su influjo. En 1789 la Revolución Francesa le puso el bonete a las monarquías absolutistas y hereditarias. Curiosamente, aunque esta primitiva forma de gobierno se extinguió en el Viejo Mundo, parece haber sido reflotada en nuestras costas. De esta manera se le abre a la ambición ignorante un campo de acción libre e ilimitado.