Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
[E]n las truculentas lides fiscales, desafortunadamente lo más común es la idea de lo que se ha dado en llamar “el impuesto a la renta potencial”. El concepto básico en esta materia es que el gobierno debería establecer mínimos de explotación de la tierra ya que se estima que no es permisible que hayan propiedades ociosas o de bajo rendimiento en un mundo donde existen tantas personas con hambre. El gravámen en cuestión apunta a que los rezagados deban hacerse cargo de un tributo penalizador, el cual no tendría efecto si las producciones superan la antedicha marca.
En verdad este pensamiento constituye una buena receta para aumentar el hambre y no para mitigarlo. Si pudiéramos contar con una fotografía en detalle de todo el planeta, observaríamos que hay muchos bienes inexplorados: recursos marítimos, forestales, mineros, agrícola-ganaderos y de muchos otros órdenes conocidos y desconocidos. La razón por la que no se explota todo simultáneamente es debido a que los recursos son escasos. Ahora bien, la decisión clave respecto a que debe explotarse y que debe dejarse de lado puede llevarse a cabo solo de dos modos distintos. El primero es a través de imposiciones de los aparatos estatales politizando el proceso económico, mientras que el segundo se realiza vía los precios de mercado. En este último caso el cuadro de resultados va indicando los respectivos éxitos y fracasos en la producción. Quien explota aquello que al momento resulta antieconómico es castigado con quebrantos del mismo modo que quien deja inexplorado aquello que requiere explotación. Solo salen airosos aquellos que asignan factores productivos a las áreas que se demandan con mayor urgencia.
Las burocracias estatales operan al margen de los indicadores clave del mercado y, por ende, inexorablemente significan derroche de los siempre escasos factores de producción (si hacen lo mismo que hubiera hecho el mercado libre y voluntariamente, no hay razón para su intervención ni para los gastos administrativos correspondientes y, por otra parte, la única manera de conocer que es lo que la gente quiere en el mercado es dejarlo actuar). Este desperdicio de capital que generan los gobiernos naturalmente conduce a una reducción de ingresos y salarios en términos reales puesto que las tasas de capitalización constituyen la causa de los posibles niveles de vida, con lo que en definitiva el impuesto a la renta potencial incrementa los faltantes alimenticios de la población.
Esta conclusión es del todo aplicable a la tan cacareada “reforma agraria” en cuanto a las disposiciones gubernamentales que expropian y entregan parcelas de campo a espaldas de los cambios de manos a que conducen arreglos contractuales entre las partes en concordancia con los reclamos de la respectiva demanda de bienes finales, lo cual ubica a los bienes de orden superior en los sectores necesarios para tal fin. Ese desconocimiento de los procesos de compra-venta inherentes al mercado también perjudica gravemente las condiciones de vida de la gente, muy especialmente de los más necesitados.
Los procesos de mercado recogen información dispersa y fraccionada entre millones de personas a través de los precios, sin embargo, los agentes gubernamentales puestos en estos menesteres invariablemente concentran ignorancia con lo que se desarticula el mercado, lo cual genera las consiguientes contracciones respecto a lo que se requiere y sobrantes de lo que no se demanda, dadas las circunstancias imperantes.
En este tema de los impuesto a la tierra hay una tradición de pensamiento que surge de los escritos de Henry George por lo que se considera que los impuestos a la tierra se justifican debido a que ese factor de producción se torna más escaso con el mero transcurso del tiempo (solo puede ampliarse en grado infinitesimal) mientras que el aumento de la población y las estructuras de capital elevan su precio sin que el dueño de la tierra tenga el mérito de tal situación. Por ende, se continúa diciendo, hay una “renta no ganada” que debe ser apropiada por el gobierno para atender sus funciones.
Este razonamiento no toma en cuenta que todos lo ingresos de todas las personas se deben a la capitalización que generan otros y no por ello se considera que el ingreso correspondiente no le pertenece al titular. Esto ocurre no solo con los beneficios crematísticos (los ingresos no son los mismos del habitante de Uganda del que vive en Canadá, precisamente debido a que las tasas de capitalización de terceros no son las mismas) sino de beneficios de otra naturaleza como el lenguaje que existe en el momento del nacimiento del beneficiario y así sucesivamente con tantas otras ventajas que se obtienen del esfuerzo acumulado de la civilización.
El fundamento del impuesto inmobiliario (de carácter proporcional) consiste en que se cobra a todos los propietarios a los que el gobierno les debe el servicio de la protección de sus tierras auque no vivan en el país en el que poseen las respectivas propiedades. A esto habitualmente se agrega el impuesto al valor agregado que con su mecanismo de impuestos a cargo e impuestos a favor reduce los costos de recaudación, para en conjunto ubicarse en el punto mínimo indispensable de la curva Laffer al efecto de cumplir con las funciones estatales de la protección a los derechos de los gobernados y en el contexto de un sistema fiscal que siga el principio de la territorialidad y no de la nacionalidad basado en la pura voracidad fiscal y al deseo irrefrenable de que la caja fiscal cierre, no importa si los gravámenes resultan confiscatorios. En una sociedad abierta, estos dos gravámenes proporcionales (la progresividad, al gravar en escala ascendente el objeto imponible, paraliza la movilidad social, altera las posiciones patrimoniales relativas que votó la gente con sus compras e instaura la regresividad) sustituyen toda la espesa maraña fiscal -incomprensible para cualquier mente normal- y libera los llamados “expertos fiscales” para que puedan realizar actividades útiles.
En alguna oportunidad se ha legislado “para defenderse de la extranjerización de la tierra” en una manifestación troglodita de xenofobia, como si los procesos abiertos y competitivos en la asignación de los siempre escasos factores productivos fueran diferentes según el lugar donde haya nacido el titular, y como si los lugareños que declaman sobre nacionalismos trasnochados no descendieran de extranjeros en un proceso de continúo movimiento desde la aparición del hombre en África. Esta visión de superlativa ceguera y de cultura alambrada es incapaz de percatarse que las fronteras y las jurisdicciones territoriales son al solo efecto de evitar la concentración de poder en manos de un gobierno universal, y no porque “los buenos” son los locales y “los malos” los extranjeros (atrabiliaria clasificación que, entre otras cosas, reniega de nuestros ancestros).
El tema de la tierra está inseparablemente atado al agua. En este sentido, es de interés notar que si bien el planeta está constituido en sus dos terceras partes por agua la mayoría es salada o está bloqueada por los hielos. Sin embargo, según los estudios como los de Fredrik Segrefeldt, hay una precipitación anual sobre tierra firme de 113 mil kilómetros cúbicos de la que se evapora 72 mil que deja un neto de 41 mil, lo cual significa nada menos que 15 mil litros por día por persona en el planeta, que aun descontado el caudal para riego queda amplio margen para la bebida. A pesar de ello, millones de personas mueren debido a aguas contaminadas o falta de este elemento esencial para la supervivencia. Esto es así debido al mal manejo de burocracias estatales en la recolección, purificación y recolección, en lugar de permitir la iniciativa privada y despejar “la tragedia de los comunes”. Esto explica, por ejemplo, los casos deplorables de Ruanda, Haití y Camboya que cuentan con mucha mayor precipitación que Australia pero en este caso los privados realizan una labor que posibilita a todos contar con agua potable. Más aun, agregamos nosotros que en nuestra era donde los sistemas de purificación de agua y reciclaje eliminan sustancias químicas indeseables, contaminantes biológicos (parásitos y hongos), sólidos y gases, se requieren marcos institucionales que permitan la asignación de los derechos de propiedad en un área tan delicada y crucial para la tierra y para la vida de las personas. Por todo esto es que comentaristas del trabajo de Segrefeldt como el premio Nobel en Economía Vernon L. Smith afirma que “el agua se ha convertido en un bien cuya cantidad y calidad es demasiado importante como para dejarla en manos de las autoridades políticas” y, en el mismo sentido, referido al mismo trabajo (obra titulada Water for Sale), Martin Wolf -editor asociado del Financial Times– escribe que “el agua es demasiado importante como para que no esté sujeta a las fuerzas del mercado”. Para esta materia, también recomiendo los sesudos ensayos de trece profesionales reunidos por T. L. Anderson en el libro encabezado por el título Water Rights. Scarce Resource Allocation, Burocracy and the Environment.
Estos temas relacionados a la tierra y al agua -como tantos otros- son susceptibles de comprenderse si se dedica suficiente tiempo a la docencia y al debate abierto de ideas. Se presentan dos escollos en estas faenas educativas, por un lado, los timoratos activos que se quedan a mitad de camino en sus reiteradas propuestas y, por otro, los ajenos y distraídos a toda vicisitud que se limitan a hacer bulto en sus pasos por la vida. A los primeros se les aplica bien lo dicho y repetido por mi amigo Floreal González: “nada hay más peligroso que un necio con iniciativa”, y a los segundos les cabe lo escrito por Aldous Huxley: “bienaventurados los tontos porque no se darán cuenta de nada”.
*Publicado en Diario de América, New York.