Krugman seguro

Consejero Académico de Libertad y Progreso

[H]a dicho Paul Krugman que hay dos maneras de abordar el problema económico del gasto sanitario: “Una es gravar a todo el mundo –sanos y enfermos por igual– y utilizar el dinero recaudado para proporcionar cobertura sanitaria. Eso es lo que hacen Medicare y Medicaid. La otra es exigir que todo el mundo contrate un seguro, a la vez que se ayuda a aquellos para los que esto supone una dificultad económica”.

A continuación se pregunta: “¿Son estos planteamientos diferentes en el fondo?”. Responde que no, y tiene razón. Desde el punto de vista liberal es un argumento que puede plantearse, por ejemplo, en contra de la privatización de las pensiones al estilo chileno, porque en ese país es obligatorio que coticen los ciudadanos al sistema estatal o bien lo hagan al sistema privado en un porcentaje de su renta que no puede ser inferior a un mínimo determinado.

Krugman cita a Charles Fried, que fue subsecretario de Justicia de Ronald Reagan: “Nunca he entendido por qué establecer una norma que obligue a las personas a comprar algo es por alguna razón más doloroso que establecer una norma que les obligue a pagar impuestos para luego dárselo”. Podríamos responder que la primera obligación coarta menos la libertad de los ciudadanos que la segunda. En efecto, si nos obligan a contratar un seguro privado al menos nos permiten elegir qué seguro escogemos, mientras que si nos quitan el dinero, esa decisión no es nuestra sino de los políticos, los burócratas o los grupos de presión. Pero en esencia el argumento se mantiene, porque en los dos casos nos están obligando a pagar.

Siguiendo la lógica del argumento liberal, la conclusión sería: que no haya ninguna obligación, y que los ciudadanos conservemos nuestro dinero y nos aseguremos según nuestro criterio. Eso es precisamente lo que los intervencionistas no están dispuestos a aceptar: no apelan a la equivalencia compulsiva entre impuestos y seguros obligatorios para rechazar la coacción sino para justificarla.

Krugman, para explicar por qué los jueces “no comprenden, o prefieren no comprender, cómo funcionan los seguros”, recuerda la comparación del juez Antonin Scalia, que dijo: si el Estado puede forzarnos a adquirir un seguro sanitario, también puede obligarnos a comprar brécol. Esto escandalizó a Krugman y a los progresistas, que sostienen que las dos operaciones no tienen nada que ver: “Cuando la gente decide no comprar brécol, no hace que el brécol deje de estar al alcance de aquellos que lo quieren. Pero cuando la gente no contrata un seguro sanitario hasta que enferma –que es lo que pasa cuando no existe un mandato–, el consiguiente empeoramiento del fondo contra riesgos hace que los seguros sean más caros, y a menudo inasequibles, para el resto de la gente. Como consecuencia, los seguros sanitarios no regulados básicamente no funcionan, y nunca lo han hecho”.

La explicación es el riesgo moral o la selección adversa: cuanto más enfermo estoy, más interesado estoy en tener un seguro; por eso los jóvenes no lo tienen, pero para los mayores suele ser caro. Las compañías vigilan para no perder dinero, gastan mucho en investigar, filtrar a los más onerosos, etc. Es un buen argumento para la sanidad pública. Por tanto, aquí no hay más alternativa que la coacción: impuestos para todos, o alguna otra forma de coacción, como exigir a todas las personas de menos de 65 años que se aseguren.

Es típico del antiliberalismo el cerrar todas las puertas, y aquí está claro: parece que la libertad no puede funcionar. Pero veámoslo.

Los argumentos a favor del intervencionismo descansan siempre sobre la idea de los fallos del mercado. Por ejemplo, se dice que si la educación no fuera obligatoria y pública la gente no enviaría a sus hijos al colegio, porque no se enteraría de que la educación es importante, le faltaría información –esta arrogante gansada, endeble pero perenne base de la educación pública, entró en la teoría económica a través de John Stuart Mill en 1848–. También es por la supuesta falta de información o de previsión, otro insulto típico del progresismo contra los trabajadores, que se justificaron las pensiones públicas, alegando que la gente, como es irresponsable, no va a ahorrar para su jubilación si el Estado no la fuerza a ello.

La misma escasa solidez tiene el argumento a favor de la coacción para la sanidad, que gira en torno al gorrón o free rider. Una sociedad de mujeres y hombres libres sería una sociedad donde los servicios públicos que hoy el Estado fuerza a pagar serían suministrados por empresas privadas mediante contratos voluntarios. Concentrémonos solo en los problemas que plantearía entonces la sanidad, dejando de lado el consabido “no habría sanidad para los pobres”, primero, porque habría mucho menos pobres al no haber impuestos como los que padecemos hoy; segundo, porque si hubiera indigentes serían atendidos por la solidaridad ciudadana; tercero, si alguien alega que igual esa solidaridad es insuficiente habrá que recordarle que hay gente que tampoco come lo suficiente y no por eso se organiza un Sistema Nacional de Reparto de Comida; y cuarto, el Estado jamás se dedica a cuidar de los inopes menesterosos, sino a montar enormes pirámides burocráticas para “cuidar” a todo el mundo –conviene no confundir a la madre Teresa con la Agencia Tributaria–.

El punto central de Krugman es que la gente no contrata un seguro de salud hasta que enferma. Pero la gente no contrata un seguro contra incendios cuando se quema su casa, sino antes, y lo sigue pagando incluso si su casa no se incendia nunca. Si esto no sucede con la salud, ello no se debe a las decisiones libres de los ciudadanos en el mercado sino a lo contrario: al hecho de que, al existir la sanidad pública, ella misma incentiva el riesgo moral de quienes optan por no asegurarse porque saben que pueden, en caso necesario, descargar el coste de su curación sobre los demás. Es el propio Estado el que genera o alimenta el free riding que después pretende combatir con aún más coacción.

Aunque algún grado de riesgo moral existe siempre en los seguros, no hay motivo para creer que una sociedad libre sería una sociedad con multitudes de enfermos sin seguro y multitudes de sanos forzados a ignorarlos cruelmente, o en última instancia a pagarles su sanidad. Una prueba de esto es lo que sucede ahora mismo, y es que la solidaridad con los desfavorecidos no ha desaparecido ni siquiera con la elevada presión fiscal que soportan los ciudadanos, mientras que numerosas personas están dispuestas a pagar sanidad, educación y pensiones privadas de su propio bolsillo incluso cuando el Estado las fuerza a pagar por los mismos servicios en el sector público, unos servicios que en la mayoría de los casos no sobrecargan con su uso de los mismos.

*Publicado en Libremercado, Madrid.
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