Consejero Académico de Libertad y Progreso
LA RAZÓN.- Las crisis económicas animan reflexiones éticas. Lo que nos pasa es malo, ergo hemos hecho las cosas mal. Hay una crisis de valores, aseguran. Puede ser verdad, pero nada arreglamos con lamentos. Habrá que considerar qué hemos hecho mal, y qué valores están en crisis.
No es posible que la crisis haya sido producida por nuestros pecados, porque los pecados no son cíclicos. La maldad humana es vieja como Caín, pero no siempre hemos padecido vacas flacas. Si el egoísmo y la codicia fueran las causas de las crisis ¡estaríamos siempre en crisis!
¿Qué clase de conductas no éticas han ocasionado la crisis? A menudo se habla de la maldad del consumo, y se lo condena por excesivo e irracional. Pero el consumo no sólo no es malo sino que es bueno, porque satisface necesidades individuales, familiares y colectivas. La virtud no consiste en un ascetismo extremo y un estoicismo hipertrofiado. Es bueno consumir, las personas más santas consumen: el más santo de los santos, nada menos que en un banquete de bodas, no sólo no reprochó a los allí reunidos el que consumieran tanto vino que agotaran las existencias, sino que además, y para colmo de la incorrección política… ¡animó la fiesta aumentando milagrosamente él mismo la oferta! (Jn 2, 1-12).
Se dirá: el consumo excesivo es malo. Verdad, pero ¿quién determina lo que es excesivo? Eso es algo que por regla general conviene dejar a los ciudadanos, y no imponérselo. La gente suele saber lo que le conviene, y lo habitual es que cuide su consumo conforme a sus creencias, sus valores y también su dinero.
Aquí tenemos un punto importante, porque en los excesos que sin duda hubo en el consumo, el papel protagonista no corrió a cargo de los ciudadanos sino de las autoridades. Ellas sí que se excedieron, tanto en la rebaja artificial de los tipos de interés, que animó la burbuja especulativa, como en los gastos absurdos e inútiles en los que despilfarraron el dinero de los contribuyentes. Pero la responsabilidad final no recae en la falta de valores del pueblo sino de los que mandan.
Cabe obtener, pues, una primera conclusión: si los excesos fueron cometidos bien por los incentivos creados por los gobernantes, bien por el gasto directo de esos mismos gobernantes, no tendría ningún aval ético pretender resolver los problemas aumentando el gasto público, los impuestos y en general el poder de los políticos sobre la libertad y los bienes de sus súbditos.
Se objetará: el egoísmo individualista reducirá la colaboración ciudadana, con lo que el Estado deberá expandirse por una razón moral: para ayudar a los pobres y los afligidos. Pero esto es una confusión: el Estado no ayuda, ni ostenta virtud alguna, precisamente porque no tiene recursos de los que disponer con generosidad. No se puede confundir al Buen Samaritano con la Agencia Tributaria –en el relato evangélico todo indica que ese hombre ayudó al judío apaleado con su propio dinero, y no con dinero ajeno (Lc 10, 25-37)–.
Asimismo, nadie ha demostrado que las personas sean más egoístas y más individualistas que los políticos. En cambio, si algo ha probado la crisis, es que los valores de la generosidad y la solidaridad de los ciudadanos libres y sus instituciones, como la Iglesia Católica, con los menos favorecidos no se han perdido en absoluto: más bien, al contrario.
En suma, si hay crisis de valores, podríamos reflexionar sobre hasta qué punto no deriva de que hemos permitido que el poder político quebrante nuestra libertad, nos arrebate el dinero, provoque o profundice las perturbaciones económicas… ¡y encima nos eche la culpa de la crisis a nosotros por haber sido muy libres y muy poco virtuosos!