Un regalo de la Presidenta

Por Beatriz Sarlo

LA NACIÓN.- Hace dos días, Hugo Moyano tuvo su Plaza de Mayo, quizá la última. Fue, paradójicamente, un regalo de la Presidenta. La movilización de anteayer podría no haber tenido lugar si Cristina Kirchner hubiera comenzado un diálogo con esos dirigentes sindicales hace algunos meses. Están muy acostumbrados a la negociación y al intercambio, saben entregar tanto como recibir, conocen los dos lados del chantaje y han ocupado los lugares simétricos del extorsionado y el extorsionador.

Tampoco habría tenido ese perfil si estuviera en funciones un consejo económico-social, en el que se discutieran las mismas cuestiones que planteó Moyano en la plaza. Quizás ese consejo económico-social habría ejercido la pedagógica virtud de convencerlo de que el impuesto a las ganancias es progresivo aquí y en todas partes (como ya lo dijo la Presidenta). Moyano, de haber aceptado eso, se habría puesto en mejores condiciones para discutir el piso salarial a partir del cual se hagan las deducciones impositivas. Pero esto sólo habría sucedido si la Presidenta hubiera aceptado que los números de la inflación que propaga el Indec son falsos.

Respecto del otro gran tema, el de las asignaciones familiares, Moyano tiene los mejores argumentos. Por tanto, un gobierno razonable debería reconocerlos aunque no aceptara los reclamos de modo inmediato. Si todo funcionara de este modo, la Argentina sería lo que Néstor Kirchner, cuando asumió la Presidencia, anunció como su sueño: un país normal. Pero no lo es.

En un país normal, las autoridades no anuncian el retiro de la policía del centro histórico de la ciudad con el objetivo mezquino de que, si algo sucede durante una movilización, toda la culpa caiga sobre sus organizadores. Por fortuna, los organizadores estuvieron a la altura del desafío. He ido a innumerables manifestaciones en mi vida. Esta fue una de las más ordenadas, tranquilas y cordiales. Uso el último adjetivo para subrayar que se trataba de los “rudos camioneros”, de los trabajadores que limpian las ciudades todas las noches, de los transportadores de caudales, etc. etc.

En efecto, en una plaza que estaba en un 80% ocupada por esos hombres acostumbrados a una cotidianidad donde la fuerza física es el combustible de trabajo, donde se tomó cerveza y fernet como si estuviéramos en la previa del sábado, durante cinco horas no vi ni un manotazo. Tampoco un punga (de haber estado, tendría vocación suicida). O sea que la Plaza se autorreguló sin necesidad de la policía que la Presidenta había usado como arma de una chicana política. En vez de instrumento del Estado, un sobrante de la retórica.

Ese ordenamiento, con mucho ruido de redoblante y bombo, con muchos petardos, también acogió a las agrupaciones trotskistas y sindical-socialistas. Durante la desconcentración, una impecable columna del PO, formada sobre Diagonal Norte, pedía sin cesar: “Paro y movilización nacional”. A su lado pasaban los muchachos con las banderas verdes y blancas de la Juventud Sindical. Ni un empujoncito. Coincidieron con la CGT dirigentes gremiales (como los metrodelegados) y agrupaciones políticas, como el Partido Obrero, o sociales, como la Corriente Clasista Combativa. Se formó por agregación circunstancial, como lo dijo Sobrero en el programa de Alfredo Leuco: “Si hace años que le reclamamos esto a Moyano, ¿cómo no vamos a ir cuando convoca por lo que pedimos?” Razonamiento conocido: marchar juntos, cuando lo que nos perjudica es lo mismo. La terquedad de la Presidenta (que ella reivindica como virtud) ha producido esta suma de coyuntura.

En las laterales de la Plaza, y también mezclada con las columnas, estaba la gente que había ido por la propia: desde turistas a votantes sueltos del Frente para la Victoria que ahora se sentían “descontentos” o “cansados”. Si tuviera que hacer una hipótesis, salvo las columnas de las agrupaciones de izquierda, la gran mayoría de los que estaban en la Plaza habían votado en octubre a Cristina Kirchner. Y quizá la votarían de nuevo, porque se necesita más de una Plaza para provocar una derrota.

Pero ese miércoles de sol peronista, buscaban otra interpelación: es decir, que se dirigieran a ellos de un modo diferente; que les reconocieran que había inflación y otras incertidumbres económicas; que les hablaran sin atosigarlos por cadena nacional. Un cartel, de fabricación casera, sintetizaba: “Cristina: dejá el micrófono y ponéte los audífonos”.

En realidad, esa gente, con la que hablé, cree pedir lo mismo que Moyano. Todos, excepto las columnas de la izquierda, se manifestaron uniformemente peronistas. También había pequeños grupos que repartían volantes: mujeres de un nucleamiento feminista y medio evangélico (¿Cynthia Hotton anda por allí?); un núcleo reorganizador del movimiento nacional justicialista cuyos representantes exponían un proyecto corporativista, para superar la “república” e instalar en el gobierno un consejo que tramite la “alianza de clases”. Estaba también, insignificante, sólo representada por las caras conocidas, la ultraderecha y algún remanente de la dictadura. La bizarra variedad de los que están presentes en los actos, que se extiende desde la expectativa a la curiosidad, pero también alcanza a aquel que dice, convencido: “Si Moyano hace las cosas bien, hoy cambia todo”. ¿Cambia todo? Ni Moyano quiere que cambie todo.

Esta Plaza de Moyano, por unas horas, le ofreció un espacio a gente que no tiene otro lugar en la esfera pública. La reivindicación de un sector puede ser la plataforma circunstancial a la que se suban otros descontentos y las minorías que carecen de formas organizativas. No digo que fueran muchos, pero tampoco sería exagerado pensar que eran el 5% de los que estaban allí. Fue una “plataforma virtual” para quien no tiene otro lugar y, por ejemplo, no quiere pagar impuestos. Nada hay más sencillo que atizar la resistencia impositiva en un país donde la evasión es un delito cometido por los más ricos y por las capas medias subfacturadoras. La plataforma virtual puede servir para expresar un descontento cualquierista; no es una instancia organizativa, como lo son los sindicatos y la CGT. A esa plataforma puede subirse Pando y quien se le dé la gana. Allí no se discute ideología.

Todo esto se vio en la plaza de Moyano. Y, también, se reactivó algo que parecía inerte. En su discurso, Moyano volvió a la vieja cuestión de quién es peronista verdaderamente y quién no tiene esos títulos, un debate tan largo como la existencia misma del peronismo: infiltrados, arribistas, recién llegados con pretensiones, ambiciosos sin papeles, intransigentes, traidores, etc. Dio un ejemplo de esa división: los que lucharon durante la dictadura, mientras otros ejecutaban deudores de la 1050; quienes se opusieron a la privatización de YPF, mientras otros apoyaron a Menem. Moyano mostró sus medallas, que son tantas como los juicios que lo esperan en tribunales.

La Presidenta opinó que el acto fue “agresivo”. Raro adjetivo en quien no cultiva la templanza. También dijo que fue “flaco”. No voy a discutir números. Es probable que la señora de Kirchner no conozca el esfuerzo organizativo que demanda un acto; es posible que, salvo para decidir la “estética”, no se haya enterado de la plata que se necesita; de la movilización de aparatos y de gente, desde la base a los cuadros; de la importancia de contar con el aparato del Estado que a ella la favorece: todo eso convergió alrededor de los palcos que la tuvieron como oradora. Quizá nunca haya estado cerca de esas tareas, menores para su altura de estadista.

La Presidenta “va por todo” y quiere que le traigan la cabeza de Moyano en bandeja. Hay candidatos para la otra, próxima, CGT. Ellos, los que resulten favorecidos, deberán cuidarse de la vindicta presidencial en cuanto quieran presentar otros reclamos. En el futuro inmediato se les entregará parte de lo que se le negó a Moyano. Pero conocen la lección: se pasa rápido de la cercanía al ostracismo. En esto, el cristinismo es perfectamente peronista.

*Publicado en La Nación, Buenos Aires.
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