Desde hace algún tiempo quienes siguen de cerca la economía de los EE.UU. hablan con temor de los que los norteamericanos llaman “the fiscal cliff”, expresión que se puede traducir por el “abismo” o el “precipicio” fiscal. A los sufridos argentinos la expresión nos retrotrae a algunos momentos de nuestra historia, como los segundos trimestres de 1975, 1982 y 1989 y la segunda mitad de 2001, períodos en los que por distintas circunstancias se acumulaban en el horizonte fuertes dudas sobre el valor de ciertas obligaciones financieras, ya los títulos de deuda emitidos por la República, ya el dinero de curso legal emitido por el Banco Central, y toda la gama de obligaciones privadas denominadas en esa moneda. Formada en tales circunstancias, nuestra imagen de un “abismo fiscal” es la caída al vacío o derrumbe por un precipicio de la moneda y de las obligaciones fiscales, materializado en un masivo “default” y en una gran devaluación.
Nada más opuesto del abismo fiscal que se teme en los EE.UU. para el 1º de enero de 2013. Lo allá está en juego es el “default” o caída automática de una serie de programas de gasto público y de rebajas de impuestos que, de ocurrir podrían justamente fortalecer las obligaciones del Tesoro de los EE.UU. y el dólar. Lo que caería al abismo o al precipicio, entonces, no serían las obligaciones financieras ni el dólar, sino las perspectivas inmediatas de crecimiento de la economía. Esta diferencia abismal, valga la redundancia, entre los abismos fiscales de allá y de aquí es lo que distingue a una sociedad que lleva casi cuatrocientos años de evolución en la dirección de superar sus falencias y contradicciones y que cuando tal evolución fue traumática, como la guerra civil en torno a la cuestión de la esclavitud o el abandono del patrón oro, trató de preservar al máximo el respeto por los derechos civiles de la mayoría de la población.
Hace algo más de un año escribí una nota en la que trataba de distinguir entre los países que cuidaron la reputación de su moneda y de sus obligaciones y los que no. Se afirmaba allí que solo una pequeña cantidad de países hizo los deberes bastante bien, no estando ciertamente la Argentina en ese grupo. Solo cinco estados soberanos con economías grandes (los EE.UU., el Reino Unido, Alemania, la Confederación Suiza y el Japón), aún sin ser absolutamente virtuosos, exhibieron la prudencia necesaria como ganarse la reputación de emitir monedas confiables. Así, en diversas épocas y medidas, el dólar, la libra, el marco (hoy llamado euro), el franco suizo y el yen fueron reemplazando a los metales y demás monedas como certezas últimas de liquidez y valor.
¿Por qué lograron semejante privilegio? Por la solidez de sus instituciones políticas que lograron – como ocurrirá en los EE.UU. el 1/1/2103 – que los eventuales ciclos de desvalorización de sus monedas no derivaran en alta inflación. Por lo general estas monedas han subido o han bajado para corregir ciertos desequilibrios o “sentimientos” percibidos por los mercados. Si bien a lo largo de varios años se pudieron acumular cambios importantes, los movimientos fueron graduales, con fluctuaciones diarias pequeñas que hicieron posible mantener correspondencia entre los cambios de valor y las tasas de interés, evitando la percepción de licuaciones groseras. Si bien en algunas etapas de su historia algunos de estos países exhibieron políticas fiscales imprudentes, nunca recurrieron de manera impune o sistemática a la emisión de moneda como fuente de financiamiento. También mostraron tener instituciones y/o dirigencias capaces de impedir aumentos nominales de salarios desconectados de la realidad.
Estas historias tienen poco en común con la de la Argentina de hoy, donde, cuando no se acumulan deudas por encima de lo que los mercados perciben como prudente, la cantidad de dinero crece a tasas de dos dígitos para financiar al Tesoro, donde por decreto se otorgan o se avalan aumentos de salarios también de dos dígitos y/o donde la moneda se deprecia masivamente, ya en el mercado oficial ya en el mercado libre, con la consiguiente licuación de todos los activos y contratos nominados en dinero. En las antípodas del pensamiento presidencial – que presume de estas y otras heterodoxias – solo copiando las mejores virtudes de los países desarrollados es que podremos crecer sin sorpresas, crisis y volatilidad. Entonces nuestra percepción de un abismo fiscal se parecerá más a la de los EE.UU. y menos a las pesadillas de nuestro pasado.