Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso
LIBERTAD DIGITAL.- Se veía venir desde hace semanas. Lo anunciaron el 5 de marzo de 2013, pero la muerte cerebral debe haber ocurrido antes. Llegó la hora del recuento.
Cuando era un adolescente, Hugo Chávez Frías soñaba con encarnar al “látigo Chávez”, un extraordinario lanzador de béisbol venezolano que murió muy joven en un accidente de aviación en la década de los sesenta.
No pudo. Tal vez fue una pena. Hugo jugaba con mucho entusiasmo, pero tenía un talento limitado, así que debió conformarse con resucitar el espíritu del Libertador Simón Bolívar.
En todo caso, se trataba de una personalidad mesiánica. Alguien convencido de que había sido elegido por los dioses para ocupar un lugar superior dentro de la especie. ¿Por qué? No se sabe. Misterios de la autoestima. No había nada en la inteligencia de Hugo Chávez que indicara vestigios de genialidad.
Hugo provenía de un hogar de clase media situado en provincia. Su padre, Hugo de los Reyes, ex gobernador de Barinas a remolque de la popularidad de su hijo, era un maestro vinculado al partido socialcristiano COPEI. Su madre, Elena Frías, también era maestra.
Su hermano mayor, Adán, mentor de Hugo, estudió Física hasta obtener un doctorado y se quedó merodeando el mundo académico atrapado en las ideas comunistas. Cuando Hugo se convirtió en presidente, lo nombró embajador en Cuba y ministro de Educación. Ahora es el gobernador de Barinas. Parece que el nepotismo no es una falta en Venezuela.
Hugo dio tumbos por diversas vocaciones hasta que carenó en el ejército y se hizo paracaidista. Era, al fin y al cabo, una carrera intelectualmente sencilla, socialmente segura y con una predecible escala salarial.
En los setenta y ochenta, cuando se convierte en oficial, en América Latina mandaban muchos espadones y algunos militaban en la izquierda nacionalista-populista-antinorteamericana y prosoviética. El más popular era Omar Torrijos. El más sombrío, el peruano Juan Velasco Alvarado, asesorado por Norberto Ceresole, un argentino fascista y antisemita proveniente del peronismo de izquierda.
En la distancia, la Cuba de Fidel ya no mandaba guerrillas a destruir la frágil democracia venezolana –todas habían sido derrotadas–, pero continuaba siendo una inspiración política para muchos latinoamericanos.
La influencia militar latinoamericana, el remoto efluvio cubano, las chácharas marxistas de su hermano Adán y el propio lenguaje político –el relato, como dicen hoy día— entonces vigente en la sociedad venezolana, contribuyeron a fecundarle la promiscua musa ideológica al joven Hugo.
Por aquellos años, los de la nacionalización del petróleo durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez, se suponía que le correspondía al Estado dirigir la economía, controlar los precios y corregir la injusta distribución de la riqueza. (Todos los disparates que Hugo Chávez cometió durante sus 14 años de gobierno fueron ensayados en las cuatro décadas que duró la democracia).
Con ese bagaje, Chávez y otros oficiales comenzaron a reunirse para intercambiar ideas y planear la toma violenta del gobierno. Esas maniobras no pasaron inadvertidas para la jefatura militar, pero los políticos prefirieron ignorarlas.
Finalmente, en 1992 Chávez y un grupo de oficiales tratan de dar un golpe militar. El rol de Chávez era tomar la casa de gobierno y matar al presidente Carlo Andrés Pérez. Fracasa y se entrega, pero instantáneamente se convierte en una celebridad.
Eran tan débiles los reflejos democráticos de los venezolanos que, a las 48 horas de la sangrienta intentona, las encuestas demostraron que el 65% de la sociedad respaldaba la aventura golpista.
Una combinación letal entre la corrupción, la incompetencia y las demoledoras críticas de los medios de comunicación, habían deslegitimado casi totalmente el modelo democrático.
Una parte sustancial del país apostaba por la solución revolucionaria. Esperaba que unos tipos bien intencionados limpiaran el establo, como dicen popularmente los venezolanos, “a coñazos”. Chávez encarnó esa violenta fantasía regeneracionista.
A los dos años, Chávez y los suyos fueron amnistiados. En esa época reaparece el argentino Ceresole –que en el camino había mezclado su fascismo original con las estupideces autoritarias del Libro Verde de Gadafi—y se convierte en su ángel guardián.
A mediados de los noventa Chávez va a Cuba y cae bajo el influjo de Fidel Castro. Es amor a primera vista. Fidel lo adopta y lo adapta. Extirpa de su cabeza las ideas de Ceresole y las sustituye con el catecismo marxista y el know-how aprendido de los soviéticos.
A fines del 98 Chávez gana unas elecciones y en febrero de 1999 comienza su lento y zigzagueante trayecto hacia “el mar cubano de la felicidad”.
Redacta una nueva constitución, le cambia el nombre al país y modifica el escudo. Es un refundador inquieto e incorregible. En su momento, intervendrá el poder judicial, encarcelará adversarios políticos, confiscará medios de comunicación y controlará una buena parte de ellos. En suma, recortará las libertades y aumentará inmensamente los límites de su autoridad personal en medio de un incesante torrente de palabras.
En abril de 2002 una asonada militar lo saca del poder, pero sólo por 48 horas. Regresa a Miraflores muy temeroso y cada vez más entregado a “los cubanos”. Sólo confía en los Castro y en el aparato de espionaje de La Habana.
El Instituto de Estudios Cubanos de la Universidad de Miami ha calculado el costo anual de esos servicios que Cuba le prestaba a Chávez: diez mil millones de dólares, incluidos 115.000 barriles diarios de petróleo que llegan a la Isla para consumo y reventa. Otro cálculo, el del Dr. Carmelo Mesa Lago, padre de la cubanología, lo eleva a trece mil millones de dólares anuales: más del doble del subsidio soviético en la era de mayor esplendor.
Mientras tanto, el chavismo consolida su popularidad por medio del más intenso asistencialismo-clientelista. Treinta misiones instruyen, curan, operan cataratas, subsidian alimentos, prometen viviendas y regalan electrodomésticos. Santa Claus vive en Miraflores.
Detrás de esas medidas ultrapopulistas subyace la idea de que Chávez gobierna para los pobres. Su gran votación está en los sectores D y F de la sociedad. Lo sostienen “los de abajo”. Son estómagos agradecidos.
Chávez, además, cantaba, jugaba al béisbol, hacía chistes, insultaba a sus adversarios y vivía en la primera página de los diarios y en el prime time de la televisión. Pertenecía a la estirpe de los políticos pintorescos latinoamericanos. Era todo un espectáculo.
Pero había otra cara. La administración pública venezolana es una alcantarilla. Según Transparency, es el país más corrupto de América Latina y los padres y los cinco hermanos de Hugo son frecuentemente acusados de participar de ella. Es el país que tiene la más alta inflación (29%). Han cerrado 107.000 empresas (un 15% del total). Ha emigrado medio millón de venezolanos, casi todos educados y muchos de ellos con sus capitales. El gasto público es insostenible. La ayuda exterior, una desproporcionada locura. Caracas se haitianiza y en todo el país surge ese perfil de escombros y detritus de perros típicos del socialismo. Últimamente devaluaron la moneda un 32%. Tendrán que volver a hacerlo dentro de poco.
Chávez ha muerto a los 58 años de un cáncer mal curado en La Habana. Deja cuatro hijos tristes y a un tercio del país acongojado. Pero hay otro legado: durante un par de generaciones el chavismo, escindido en diversas vertientes, continuará gravitando sobre la vida pública nacional. Algo así como sucede con el peronismo en Argentina, pero peor aún.
A la nación potencialmente más rica de América Latina le esperan épocas muy malas de inestabilidad y violencia.