ÁMBITO FINANCIERO.- Los gobiernos populistas son como las telenovelas. Cuando comienzan parecen diferentes a las anteriores que hemos visto. Algunos actores no son los mismos, se desarrollan en otros lugares o, incluso, en diferentes épocas; los protagonistas son de condiciones sociales distintas; pero, a medida que avanzan los capítulos, nos vamos dando cuenta de que el fondo del relato es igual. Pronto, más allá de las ocurrencias y parches de los autores para alargar la llegada del final, éste resulta más que previsible.
Tras 10 años de kirchnerismo, la conclusión es que estamos viviendo un “deja vú o una especie de “Volver al futuro”. Si miramos nuestra historia, podemos encontrar otros gobiernos cuya gestión se le parece más; pero, por eso, es más interesante compararla con otra década, la menemista. No importa si las políticas populistas son de izquierda o de derecha, todas tienen un mismo desarrollo, generan un inicial e insostenible auge de gasto y, después, un período en el que empiezan a llegar las “facturas” que inevitablemente habrá que pagar con un ajuste.
En 1991, el Plan de Convertibilidad llegó para recuperar la estabilidad, tras pasar una hiperinflación, por bastardear la moneda nacional para financiar excesos de erogaciones del sector público. La solución fue atar el peso al dólar y restringir al mínimo la posibilidad del Banco Central de transferirle recursos al Estado para que gaste. Sin embargo, el menemismo no dejaba de tener su impronta populista y, a pesar de haberse encorsetado, buscó otros caminos para alimentar el “hambre del Estado”.
Consiguió recursos privatizando las empresas públicas que eran deficitarias y proveían pésimos servicios.
También, utilizaron el crédito y aunque es cierto que el sistema de capitalización bajaba los pasivos previsionales futuros, la deuda registrada (visible) de corto y mediano plazo se incrementó a pasos agigantados.
Lamentablemente, el exceso de gasto público basado en financiamiento externo terminó destruyendo el tipo de cambio real y quitándole competitividad al sector privado.
Todo esto derivó en un necesario ajuste a partir de la segunda mitad de 1998 y que quitó sustento político a quienes tuvieron que pagar la “fiesta”. El resto es historia conocida.
Luego de la crisis que obligó a los argentinos a afrontar todas las facturas pendientes y ya en los inicios de un proceso de recuperación económica, en mayo de 2003, asume la presidencia el Dr. Néstor Kirchner. Con una visión peronista de izquierda “setentista”, que bautizaron como “progresismo”, empezó una nueva telenovela populista que asumimos distinta al “peronismo de derecha” de Menem. Empezamos una fiesta de gasto público y privado, financiado con los recursos de la reactivación y los que se les quitaba a los sectores beneficiados por un escenario internacional extraordinariamente favorable. También, nos consumimos el capital acumulado en los sectores de servicios públicos, en los que se incentivó una insuficiente e ineficiente inversión y mantenimiento, para subsidiar a los demandantes de esas prestaciones. Un ejemplo, hoy, visible del resultado de este desmán es el sector de la energía, donde los niveles de producción y de reservas han mermado fuertemente; pero, además, donde el estado de las redes de distribución es de una extrema fragilidad, ya que faltó hasta el mantenimiento mínimo necesario. Podemos sumar, la pérdida de rodeo ganadero y los menores niveles de cosecha de trigo en cien años para “priorizar la mesa de los argentinos”, como otros botones para la muestra.
Si vemos el gráfico adjunto, no queda duda que el auge se acabó; ya que “el mundo no se está cayendo” y sólo estamos empezando a pagar las facturas de la “fiesta”. La provisión de energía será cada vez más escasa e incierta, con niveles de subsidios y necesidades de importación crecientes. Lo mismo se observará en la calidad de las prestaciones de todos los otros servicios públicos “intervenidos” o estatizados por el gobierno. “Nada nuevo bajo el sol” para los que recordamos la década del ´80.
La necesidad de financiar los excesos de gasto público llevó a exprimir a más no poder al Banco Central. La primera consecuencia fue el fuerte aumento del impuesto inflacionario; pero, también, la merma del tipo de cambio real. Esto se agravó con el saqueo de las reservas internacionales, derivando en la pérdida de solvencia del BCRA que lo llevó a imponer el “cepo” a fines de 2011. A partir de allí, el gobierno se ha financiado devaluando fuertemente el peso; pero sin reconocerlo en el tipo de cambio oficial. El problema es que esta depreciación de la moneda nacional sí se refleja en la inflación y, por ende, en los costos de los productores. Por lo tanto, la pérdida de competitividad será mucho mayor a la que se venía observando antes del cepo.
Un ejemplo, la producción más eficiente de la Argentina, zona núcleo sojera. En el 2011, un productor recibía, descontadas sólo las retenciones, más de 60% del precio internacional. Este año, por la actual cosecha va a obtener, con suerte, alrededor de 40%. Cuando vea el resultado y se de cuenta que el cepo es equivalente a una retención creciente (en 2014 el porcentaje percibido estará más cerca de 30%), decidirá invertir menos en la próxima siembra. Por lo tanto, habrá menos rendimiento y producción. Si eso sucederá en el sector más competitivo de la economía, ¿qué le quedará a los que son relativamente menos eficientes?
Ya no quedan cajas para exprimir (más allá de parches como el blanqueo) que permitan darle impulso a la economía con un gasto público excesivo. El cepo se ha transformado en un corset cada vez más asfixiante para todos los productores de bienes exportables. La creciente inseguridad jurídica de un gobierno que se extralimita en el ejercicio del poder que fija la ley y la Constitución, ahuyenta a los inversores. Los próximos años habrá que pagar los costos de la fiesta K. Lástima que muchos se dieron cuenta tarde de que esta telenovela era igual a las anteriores. Nos hubiéramos ahorrado estos 10 años que, en definitiva, son el mismo relato de fracaso populista.