Presidente del Club de la Libertad de Corrientes.
Al brillante escritor argentino Jorge Luis Borges se le atribuye aquella frase que entre ironía y verdad decía que “hay que tener cuidado cuando se elige a los enemigos porque uno termina pareciéndose a ellos”. Algo de eso se verifica en el presente cuando se observa la conducta de muchos que han perdido el rumbo, tal vez por impaciencia, bronca o impotencia, o porque cometieron el pecado de reflejarse en sus adversarios.
Existe cierta ambigüedad en este tipo de situaciones. Por un lado el adversario pone reglas de juego, y en la medida que consigue imponerlas crea la sensación de que sus logros son el producto de sus modos, sus formas, su estilo, y obviamente sus ideas. Así, la tendencia a imitarlos, se genera como si fuera el único camino. Ellos ya no solo imponen su relato, sino que lo convierten en exitoso, por el solo hecho de que consiguen triunfos electorales, o porque son muchos los que repiten esa cantinela, como si se tratara de una verdad indiscutible.
Avanzan, empujan, aplastan, y de ese modo, transmiten la idea consolidada de que para superarlos hay que hacer lo mismo que ellos, pero mejor, es decir ofrecer más de lo mismo, con matices adicionales. Pero ese es solo el comienzo, porque el problema arranca allí, para empeorar, cuando las inmoralidades del régimen se convierten en reglas de juego inmutables.
Parece tan potente ese falaz argumento, que consiguen trasmitir la visión de que para ganarles habrá que ser más tramposos que ellos, se deberá mentir el doble y recurrir a todos los ardides y picardías que ellos aplican.
No está mal aprender de sus aciertos, si los tuvieran. Tampoco es incorrecto detectar sus eventuales fortalezas, pero solo para ver si esos ingredientes son necesarios o pueden ser reemplazados en una estrategia equivalente pero opuesta. El desafío es justamente no parecerse al adversario, diferenciarse en todo lo que sea posible, sobre todo en lo esencial que no tiene que ver con sus formas sino con su inmoralidad intrínseca.
Siempre parece más fácil ganar haciendo trampas que siguiendo valores y convicciones, pero imitarlos en su vulgaridad y falta de escrúpulos, en su crueldad y ausencia de principios, solo implica distanciarse de la meta. Se trata de triunfar, pero no a cualquier precio. Obtener un buen resultado haciendo lo incorrecto, no es ganar, sino perder. Y es peor cuando esa derrota implica que se ha claudicado en las convicciones para que ellos impongan las suyas y logren que la sociedad las considere indispensables.
La gran batalla que vienen ganando no es la que parece, no es la de los triunfos electorales o la implementación de sus perversas políticas. Han ganado mucho más que eso. Impusieron sus reglas, diseñaron un contexto moral a su medida, fijando los parámetros bajo los cuales quieren competir, y es justamente por eso que triunfan muchas veces, porque son SUS reglas.
Para lograr equilibrio, armonía y orden, hay que animarse a hacer las cosas de un modo diferente. Está claro que eso requiere paciencia. Este desafío no es para ansiosos. No es casualidad que sean los más añosos quienes hayan caído en la trampa de aceptar el presente con resignación, o bien de incitar a la búsqueda de recursos indebidos cruentos e inaceptables.
La historia de una sociedad no se modifica por arte de magia. De hecho, es correcto y hasta saludable que las sociedades paguen por sus propios errores, como corresponde. De lo contrario, se podría creer que se pueden corregir rumbos con solo apretar un botón, y eso no forma parte del mundo real, sino de un universo imaginario ajeno a la esencia humana. Hay que hacerse cargo de los errores, de eso se trata. Claro que el aprendizaje es doloroso y amargo, pero solo de ese modo se asumen los desaciertos y se los internaliza para evitar repetirlos.
El camino de regreso a la sensatez será probablemente largo, lento y también difícil, porque hacerlo con corrección, honestidad, transparencia y con la verdad como bandera, traerá consigo tropiezos y cierta dificultad para lograr acuerdos y consensos. Pero eso es lo que se precisa hacer, es lo que se debe y lo que resulta imprescindible para dar vuelta la página.
Tal vez, con algo de inteligencia, creatividad, y sobre todo tenacidad y perseverancia, se dispondrá de la posibilidad de acortar en algo estos plazos que pueden parecer interminables.
Se necesita construir una alternativa o, tal vez, varias, pero que todas ellas sean capaces de transitar ese camino diferente, distinto, diverso. Se debe poder reemplazar el odio como matriz para que vuelva la armonía, esa que logre sustituir la imposición autoritaria del presente por el debate, el intercambio de inquietudes, la articulación de propuestas, la discusión pausada y serena de variantes que nos acerquen a las soluciones.
Algunos que intentan buscar atajos, están equivocando el camino. Apurados por terminar este proceso de indignidad, atropellos y autoritarismo sistemático, pretenden recurrir a cualquier artilugio, imitando a sus adversarios y solo proponiendo otra alternativa demasiado parecida que ofrecer los mismos ingredientes y similares herramientas.
A no confundirse. La recuperación del equilibrio, viene de la mano de hacer lo adecuado, con métodos que no puedan ser cuestionados por su inmoralidad, y transitando una construcción prudente, para que el futuro sea la consecuencia esperable de hacer las cosas del modo correcto.
Es por eso que se debe abandonar esa mágica idea de imitarlos. Allí está la clave, en evitar esa tentación, porque hacerlo implica terminar pareciéndose a ellos y asumir entonces el peligro de emular al adversario.