Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso
La crisis argentina les costará a las empresas españolas diez mil millones de dólares. A las norteamericanas, otro tanto. Quizás un poco menos. Pero las más perjudicadas, por supuesto, serán las argentinas. Todas –decenas de miles– verán reducirse el valor de sus activos, perderán ventas en medio de la recesión, y probablemente tendrán que enfrentar un periodo de inflación que llevará a muchísimas a la quiebra. Naturalmente, esas pérdidas se reflejarán en el modo de vida de los argentinos. Serán más pobres. El salario que reciban tendrá menos poder adquisitivo y podrán consumir menos bienes y servicios.
De eso se tratan las crisis. Ahora viene el periodo de señalar culpables. Los más evidentes, por supuesto, son los políticos. Con excepciones, han sido corruptos, imprevisores e incompetentes. Han gastado mucho más de lo que señalaba la prudencia, convirtiendo las instituciones públicas en agencias de empleo encaminadas a mantenerlos en el poder. Pura “corrupción de baja intensidad”, como hoy se le llama al viejo clientelismo. Pero esos políticos no son gentes extrañas a la población argentina. Por el contrario: han sido elegidos porque forman parte de la sociedad. Los argentinos se reconocen en ellos, y ellos, los políticos, son los grandes expertos en los argentinos. Los políticos no son otra cosa que una expresión del pueblo del que han salido, y se comportan de acuerdo con los valores, usos, costumbres y creencias prevalecientes en el medio. No forman una raza aparte ni son distintos a los farmacéuticos o a los maestros de violín.
¿Adónde nos lleva esta afirmación? A que el corazón del problema radica en los valores, usos, costumbres y creencias prevalecientes en Argentina o en cualquier otro pueblo. ¿Por qué roban los políticos argentinos y los de casi toda América Latina? Porque robar no descalifica moralmente, casi nunca se persigue por la vía penal, y ni siquiera tiene un costo electoral. Perón, que en su primer periodo de gobierno demostró que era deshonesto e incompetente, fue elegido otras dos veces y en ningún caso obtuvo menos del sesenta por ciento de los votos. Es verdad que los políticos argentinos emplearon irresponsablemente a un ejército de funcionarios públicos, pero ¿es posible en nuestros países resultar elegido proponiendo un programa de austeridad, contratación por méritos y sujeción estricta a las reglas? ¿Dónde está el poder de un gobernador que no puede beneficiar al amiguete con una licitación amañada, colocar a la querida en un puesto bien remunerado o acelerar en la buena dirección los trámites de alguien paralizado por la maraña burocrática?
¿Se pueden hacer grandes o medianos negocios en América Latina sin antes “aceitar” la maquinaria gubernamental con sobornos? ¿No son cómplices de este lamentable fenómeno los empresarios que hoy se quejan del desbarajuste económico pero ayer se prestaron a participar en el delito de cohecho convencidos de que ésa es la única manera e hacer negocios en América Latina?
El mal está enquistado en nuestra cultura. La quiebra actual de Argentina es puramente anecdótica. Se pueden encontrar diez causas directas e inmediatas para explicar este episodio reciente, pero el problema de fondo viene de lejos. Cuando el pueblo desesperado recorre las calles golpeando cacerolas, cuando los mataperros salen a quemar llantas y los ladrones a asaltar supermercados –es bueno darle a cada grupo el nombre que se merece–, están protestando inútilmente. Nada van a resolver de manera definitiva apelando a esos procedimientos. Dentro de cinco o diez años una crisis parecida va a derribar de nuevo lo que se haya logrado reconstruir.
Si este análisis es correcto, quienes quieran contribuir a solucionar los males más severos de Argentina (y de toda América Latina) deben ir a la raíz. Tienen que enfocar sus esfuerzos en modificar los aspectos negativos que provocan nuestras crisis periódicas. Tienen que trabajar en el ámbito de los valores, usos, costumbres y creencias. Tienen que actuar en el ámbito de la cultura. ¿Cómo? Divulgando información, educando, denunciando desde la sociedad civil todo aquello que sea censurable, proponiendo políticas públicas sensatas y evaluando seriamente las iniciativas del gobierno. Lo grave no es que un fugaz presidente haya asegurado que crearía un millón de puestos de trabajo en pocas semanas, sino que millones de argentinos hayan aplaudido esa imbecilidad.
¿Y quién podría pagar un esfuerzo educativo de ese calibre? Naturalmente, las empresas, que son las que directamente sufren el embate de estos desastres económicos. Para las empresas españolas, norteamericanas y, por supuesto, las argentinas, tiene mucho más sentido invertir unos cuantos cientos de millones de dólares en defender vigorosamente los principios sobre los que se sustentan la economía de mercado y el buen gobierno que quejarse periódicamente de las consecuencias de operar en una cultura cuyas coordenadas conducen al despeñadero cada cierto tiempo. Es absurdo que las empresas contemplen capítulos de gastos para anunciar sus productos y rara vez se planteen la necesidad de fomentar un clima económico y político en el que realmente puedan prosperar sin sobresaltos y hacer planes a largo plazo, condiciones básicas del sistema capitalista. A lo mejor ahora es el momento de comenzar la tarea. La lucidez suele ser hija de experiencias dolorosas.