En el siglo XIII ciertas prendas y formas de vestir caracterizaban la ubicación de las personas en la escala social. La moda europea imponía para los hombres de las clases más elevadas el uso de calzas pegadas al cuerpo que bajaban desde la cintura hasta debajo de las rodillas. En francés su nombre era “coulotte”. Los artesanos y obreros usaban pantalones y veían aquella otra prenda como un signo de una clase a la que probablemente aspiraban pero que no pertenecían. Cuando querían caracterizar su grupo social por contraposición a la clase más alta, se autodenominaban los “sans coulotte”. Esta denominación tomó relevancia en la Revolución Francesa en la que jugaron un papel fundamental en la toma de la Bastilla y los largos resentimientos en las persecuciones posteriores a la nobleza y a la alta burguesía. Muchos de los nobles y aristócratas perseguidos reemplazaron rápidamente el coulotte por un pantalón. La historia cuenta que la falsedad era fácilmente descubierta y el castigo era aún más sangriento.
Hoy, gracias a Dios, no tenemos en la Argentina una situación de persecución como en la Época del Terror. No hay guillotina y las diferencias políticas y el poder se resuelven democráticamente y sin violencia. Pero no por eso deja de haber grupos caracterizados por una afiliación política o por adhesión a ideas reivindicativas, que intentan caracterizarse por formas de vestir de mayor informalidad. No nos referimos al gusto individual de cualquier persona, que siempre es necesario respetar, ni tampoco a la vestimenta de fin de semana, sino a consignas colectivas que hacen posible identificarse o exponerse uniformemente frente a terceros. Es cierto que en la Argentina así como en el mundo, el uso del traje en la vida diaria y en el trabajo se está gradualmente abandonando. Pero también es cierto que en actos de gobierno, determinadas ceremonias, encuentros diplomáticos o académicos, todavía se preserva. Es en esas circunstancias en las que la indumentaria informal expresa una previa definición e intención. Por ejemplo, la dirigencia gremial concurrirá a una audiencia presidencial o a un acto protocolar, salvo alguna excepción, sin corbata y sin traje. Lo mismo se puede observar en los políticos de agrupaciones populares de izquierda, o en la dirigencia universitaria, y en otras filiaciones que intentan expresar alguna rebeldía. Se los ve siempre con vestimenta informal, ya sea en su banca en el Congreso o en actos y lugares en los que suele imponerse el traje y corbata. A través de la vestimenta el mensaje queda transmitido.
Constituye un caso peculiar el de la adopción grupal de la consigna “sin corbata” (sans cravate en remedo a los sans coulotte) cuando no tiene un respaldo genuino como los que acabamos de comentar. Ese parece ser el caso del PRO y de todos los funcionarios del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires que a partir de un cierto momento se quitaron la corbata. Por lo que se sabe eso respondió a una instrucción, seguramente basada en una discutible interpretación de marketing político. Lo cierto es que tenemos que presenciar la figura del Jefe de Gobierno y sus ministros, sin corbata en situaciones en que los demás presentes consideraron que era necesario vestirla. Más de un embajador o funcionario extranjero se habrá sentido incómodo o hubo de sacarse rápidamente la corbata poniéndola en su bolsillo antes de entrar. A quien asesora políticamente y a quienes aceptaron la consigna, debe decírseles que la falta artificial de genuinidad se nota como en aquellos falsos sans coulotte.