Doctor en Economia y Doctor en Ciencias de Dirección, miembro de las Academias Nacionales de Ciencias Económicas y de Ciencias.
El origen de los grupos de presión en Estados Unidos tuvo lugar después de la mal llamada Guerra Civil (puesto que no era entre bandos por hacerse del poder sino que los representantes del Sur apuntaban a ejercer su derecho de secesión tal como he escrito en detalle en uno de mis libros) cuando el decimonónico Presidente General Ulises Grant comenzó a recibir a empresarios en el lobby del Hotel Willard en Washington D. C. De allí los lobbistas.
Este constituye un tema de gran relevancia. Hoy en la capital estadounidense hay 41.386 lobbistas registrados, es decir, 77 por cada uno de los senadores y representantes, lo cual se traduce en un presupuesto total de tres mil millones de dólares por año.
Se ha dicho que el lobbista es absolutamente necesario al efecto de asesorar a los legisladores aunque en la práctica se pasa de contrabando la presión para lograr las metas de los intereses creados de las distintas corporaciones y sectores que en verdad lo que pretenden es favores, mercados cautivos y otras “protecciones” para sus grupos en lugar de operar en el mercado abierto. Se ha dicho también que el lobby no es más que una manifestación de la libertad de expresión y que los respectivos registros permiten la transparencia y minimizan las posibilidades de corrupción.
Veamos los asuntos por partes. En primer lugar, en un régimen republicano es del todo innecesario el asesoramiento de referencia puesto que la ley compatible con el derecho es de carácter general aplicable a un conjunto indefinido de casos, es decir, la protección de las garantías individuales a la vida, a la libertad y a la propiedad en el contexto de la igualdad ante la ley, a saber, el “dar a cada uno lo suyo” según la clásica definición de la Justicia en el contexto de árbitros y jueces en competencia al efecto de descubrir el derecho en un proceso evolutivo y no de ingeniería social y de diseño de la legislación.
Por ende, en este contexto nada tiene que hacer el legislador o el juez con áreas o sectores específicos. Hoy en día el Leviatán se ha engrosado de tal manera que los gobernantes proceden como si estuvieran administrando una empresa. Así se legisla sobre el azúcar, la energía, la industria del calzado o las fábricas de inodoros, lo cual es absolutamente incompatible con las funciones de un gobierno republicano tal como, por ejemplo, lo visualizaron los Padres Fundadores en Estados Unidos.
Es por esta razón que los gobiernos han crecido exponencialmente: sus funciones no reconocen límite alguno y es por ello que el gasto público, la presión tributaria, el endeudamiento gubernamental, la manipulación monetaria y las crecientes y absurdas regulaciones son a todas luces exorbitantes e inaceptables para cualquier espíritu libre que ha concebido la existencia del monopolio de la fuerza exclusivamente para la efectiva protección a los derechos de todos.
El lobbista institucional o el que opera en las sombras significa un grave desvío de los principios y valores republicanos, quien movido por sus intereses particulares pasa por alto y atropella intereses legítimos de los demás con el apoyo del aparato estatal. En la práctica, además, estos cabildeos significan un intercambio de favores a la espera de recibir apoyos en las campañas electorales. Es en definitiva una cópula hedionda entre el poder político y pseudoempresarios que no quieren someterse al veredicto de la gente a través de la competencia.
Desde Adam Smith en adelante, los liberales han batallado permanentemente contra la relación incestuosa entre los gobiernos y este tipo de empresarios prebendarios que necesariamente explotan a la gente vendiendo a precios más elevados, calidad inferior o las dos cosas al mismo tiempo. Son en verdad asaltantes de guante blanco que como no queda bien para su status social irrumpir en las viviendas de sus semejantes y arrasar con sus pertenencias, lo hacen vía los gobiernos con el apoyo de la ley corrupta.
La expresión “ley y orden” está íntimamente atada a la noción básica del derecho, es decir, acciones conformes a derecho conducen al orden social, la paz y la armonía, lo cual nunca ocurre con legislación contraria al derecho, no importa que cantidad de votos la respalda.
La contrapartida del derecho es la obligación. La propiedad obtenida lícitamente a través de arreglos libres y voluntarios tiene como contratara la obligación de respetarla, pero si se obtiene por medio del fraude, el privilegio o la fuerza no hay lugar para la referida obligación y si el gobierno la impone convierte la situación en pseudoderecho ya que al otorgar semejante posesión debe sustraerse el fruto del trabajo ajeno.
En los tiempos que corren, estamos rodeados de pseudoderechos que son aspiraciones de deseos: el “derecho” a una vivienda digna, a un salario adecuado, a la recreación necesaria, a la felicidad etc. etc. que nos recuerdan la antiutopía orwelliana del Gran Hermano. Es en este contexto en el que hacen su aparición los lobbistas, lo cual resultaba imposible en otros tiempos allí donde el Poder Legislativo se limitaba a administrar las finanzas y cuidar de los derechos individuales. A medida que estos diques de contención se fueron derrumbando, en esa media, los lobby se hicieron más fuertes y decisivos. Nada hay entonces que asesorar a legisladores si se mantienen en el carril del derecho y la consiguiente igualdad ante la ley y si para esto necesitan consejos del tipo lobbista deben renunciar a sus bancas y sus dietas puesto que no estarían capacitados para velar por los derechos de los gobernados.
Vamos al punto de la pretendida vinculación al lobby con la libertad de expresión. Todos deben poder ejercerla pero no por ello debe institucionalizarse la obligación de gobernantes de escuchar discursos que no solo no hacen a sus funciones sino, como queda dicho, son incompatibles con el ideario republicano. Del mismo modo, la libertad de expresión no se vulnera porque el dueño de una casa no permite que ingresen a la misma quienes no son deseables y menos si es para insultar a los dueños de casa.
Por último, respecto a que el registro de lobbistas permite la transparencia y evita la corrupción debe tenerse presente en primer lugar que el lobbismo es en si mismo la corrupción de la sociedad abierta por las razones antes apuntadas. En segundo lugar, la transparencia de algo que es contrario al sistema republicano y que facilita la legislación de casos particulares en contraposición a la igualdad de derechos, es contraproducente no por ser transparente sino por inconveniente y dañino.
Lo dicho nada tiene que ver con limitar coactivamente la financiación de campañas electorales con la idea de evitar la devolución de favores, puesto que como he escrito en columnas referidas a la libertad de prensa, esos intercambios se bloquean en otro nivel por medio de marcos institucionales que no permiten el otorgamiento de privilegios.
Entre muchos otros, Giovanni Sartori ha explicitado las características centrales de un régimen libre y los estrictos controles y vigilancia permanente al poder político que ello demanda. Por su lado, James Madison se detuvo a considerar los peligros de las facciones al consignar que “por una facción entiendo un número de ciudadanos, sea mayoría o minoría, a los que guía el impulso, la pasión o los intereses comunes en dirección al conculcamiento de los derechos de otros ciudadanos” y de esto es, precisamente, de lo que trata el lobby.