Subdirector de la Maestría en Economía y Ciencias Políticas en ESEADE.
Según datos del Banco Mundial, desde 1970 hasta 1990 el gasto público destinado a educación en Argentina nunca superó el 3% del PBI. En ese período, el promedio para los años en que hay información disponible fue del 1,7% del producto. Esto cambió en los años 90. En 1996 el gasto en educación subió al 3,7% del PBI, unos diez mil millones de dólares de ese momento, y se mantuvo entre el 3,5 y el 5% del PBI hasta el año 2008. En 2009, un viejo reclamo docente se cumplió y, ley de financiamiento educativo mediante, el gasto de allí en adelante se mantuvo en torno al 6% del PBI.
Si tomamos los presupuestos de las provincias, vemos que en 2012 el gasto en el rubro “Educación y Cultura” ascendió al 32% del total. A su vez, el incremento en el período 2003-2012 asciende a un impresionante 925%.
Sin embargo, este aumento del gasto no se materializó en una mejora de la calidad educativa. Si se observa la performance en el informe internacional PISA, Argentina ocupa un cómodo y alejado puesto 59 sobre 65 países analizados. Por otro lado, como refleja Mariano Narodowski, desde 2003 las escuelas primarias públicas perdieron 210 mil alumnos mientras que la matrícula privada aumentó un 20% en el mismo período. Otro informe revela que desde el año 2000, a pesar del aumento del gasto, el porcentaje de jóvenes con capacidades de lectura insuficiente pasó del 44% al 52%.
¿Cómo es posible explicar este deterioro educativo en un período en que los recursos destinados a la educación crecieron considerablemente? ¿Cómo es posible que ante un aumento sostenido del gasto educativo, la educación pública expulse involuntariamente a sus alumnos?
La respuesta debería encontrarse en el sistema de incentivos que presenta la educación en el país. En educación, los incentivos también importan y si se está en presencia de lo que se conoce como “incentivos perversos”, entonces los resultados no pueden ser buenos.
En un mercado libre, los incentivos no son perversos porque el productor, para obtener mayores beneficios, necesariamente debe ofrecer un producto o servicio de mayor calidad, o bien un producto o servicio de igual calidad pero a precios inferiores. El beneficio del empresario es, entonces, el beneficio de sus clientes y de su comunidad.
Por el contrario, en un sistema centralmente financiado y regulado las cosas son distintas. En el caso de la educación, el beneficio del “productor” no está directamente relacionado con el beneficio del consumidor. El productor, es decir, el Estado (a través del gobierno nacional y los gobiernos provinciales) a diferencia de lo que se cree, no es un ente dedicado a alcanzar el “bien común”, sino un agente interesado en incrementar su capital político. De esta forma, incrementar el gasto educativo mejorando salarios o aumentando la contratación pueden beneficiarlo políticamente sin que eso redunde en una mejora de la calidad educativa.
Por otro lado, el gobierno puede buscar incrementar su beneficio político introduciendo contenidos ideológicamente sesgados a favor de su “relato”, lo que conspira también contra la calidad de la educación.
Otro actor fuerte dentro del sector educativo son los sindicatos docentes. En un sistema centralmente dirigido, el aumento del gasto solo incentiva a los docentes a hacer un lobby mayor para quedarse con una porción mayor de ese gasto. Así, los incentivos de los docentes no están dirigidos a mejorar el nivel de enseñanza, sino a capturar las rentas que el gobierno administra.
Es probable que la educación necesite más plata, la educación es una herramienta fundamental y está directamente correlacionada con la riqueza de los países. Sin embargo, lo que de ninguna manera necesita disponer de más fondos para administrar es nuestro centralmente dirigido sistema educativo actual. Los últimos años sirvieron para demostrar su fracaso, por lo que llega la hora de darle una chance a un modelo más abierto y menos centralizado donde los incentivos de los que ofrecen y los que demandan educación estén mejor alineados.
En este sentido, toda propuesta destinada a descentralizar el sistema, ya sea mediante vouchers que subsidien la demanda o mediante la privatización y liberalización de la oferta, debe ser tenida en cuenta.