“Alrededor de 75% de lo que se importa no se fabrica en el país. De ese 75% ni me preocupo, voy a mirar el resto para ver qué puedo sustituir” (Frase atribuida al secretario de Comercio de un país cuyas importaciones como fracción del PIB se hallan ya entre las más bajas del mundo)
Un lector de nuestro reciente libro (Llach, J.J.; Lagos, M. [2014], “El País de las Desmesuras”; Buenos Aires; Editorial El Ateneo) observó que subyaciendo los trece rasgos de la desmesura argentina descriptos en el libro (algo así como “la madre de todas las desmesuras”) estaría una “desmesura distributiva”, entendiendo por tal cosa “un afán de priorizar la distribución del ingreso por cualquier medio aún al costo de destruir una economía competitiva, así como la cultura del esfuerzo y de la responsabilidad personal”. Si bien la observación podría constituir una exagerada explicación monocausal de nuestra historia, no deja de merecer consideración.
Desde que la crisis de los años 30 y el proteccionismo agroalimentario en los países desarrollados alteraron la dinámica del comercio exterior de la Argentina, una gran parte de la “intelligentsia” nacional, en vez de concentrase en la diversificación de las exportaciones se obsesionó con la idea de sustituir importaciones. Cierta diversificación de exportaciones y alguna sustitución de importaciones pudieron haberse dado de manera natural o espontánea como resultado del tipo real de cambio más alto resultante – a su vez – del colapso de las exportaciones tradicionales. Pero no fue este el camino seguido: Se manipuló el mercado de divisas de manera de forzar un tipo de cambio bajo para las exportaciones y sostener uno más alto para las importaciones, además de castigar a las primeras con retenciones o derechos de exportación y a las segundas (las importaciones a las que se deseaba sustituir) con aranceles y otras barreras aduaneras y cambiarias desmesuradas.
Este camino fue muchas veces justificado en aras de aquella supuesta “desmesura distributiva”. Se argumentó que el mismo permitía mantener baratos los alimentos exportables producidos en el país para los consumidores urbanos empleados en las industrias escasamente eficientes resultantes de la sustitución forzosa de importaciones. Más allá de cualquier mérito que hubiera podido tener, el obsesivo camino seguido para sustituir importaciones fue letal para la diversificación de exportaciones. Con las estructuras de incentivos y precios relativos resultantes, desde la Argentina solo se podría exportar desde algunos de las dos siguientes “soluciones de esquina”: O actividades con la suficiente ventaja comparativa como para sobreponerse a la masa de barreras cambiarias/aduaneras (caso de la agroindustria), o actividades gozando de desproporcionados subsidios directos o indirectos (caso de la mayoría de las llamadas MOI).
A los defensores a ultranza de la sustitución de importaciones les cuesta entender que el quantum exportado tiende a igualarse con el quantum importado. En el límite, por lo tanto, ¿para qué se exportará algo si no se va a importar nada? Así fue como el comercio exterior mostró una gran debilidad entre 1930 y 1990.
Si de algo sirviera la lección aprendida, la Argentina debería eliminar el sesgo anti-exportador de las políticas aduaneras y cambiarias de las últimas décadas y tender hacia un arancel bajo y uniforme. También el acceso al mercado de cambios, tanto como para comprar como para vender divisas, deberá ser a precio único. La condición necesaria para que esta política genere el deseable aumento y la diversificación de las exportaciones es que desde las políticas fiscal y monetaria se haga lo necesario para que los flujos de capitales no depriman artificialmente el tipo de cambio real.
Dada esa última y crucial condición (tal vez la más difícil de cumplir por parte de los políticos gobernantes) la cuestión de si el tipo de cambio nominal se determina con mayor o menor intervención del Banco Central – y por lo tanto con menor o mayor volatilidad – pasa a ser una cuestión instrumental. Si bien es cierto que con menos intervención el tipo de cambio día a día podrá ser más volátil, es también cierto que bajo ciertas condiciones la propia volatilidad inhibirá movimientos muy bruscos. Si la intervención es mayor, el Banco Central deberá poner máximo cuidado en esterilizar el impacto de los movimientos de capitales en la expansión de sus pasivos y en el volumen del crédito.