No hace falta recurrir a la teoría económica, sino tan solo a la evidencia para comprobar que los países que a largo plazo logran el mayor crecimiento y la menor desigualdad posibles son aquellos en los que: a) se aseguran los derechos de propiedad, b) se ejerce una firme represión de las prácticas monopólicas (para garantizar el más alto posible nivel de competencia en los mercados), c) se alienta un fluido comercio internacional, d) se ejercen políticas fiscales mesuradas (tanto en materia de gasto, como de impuestos, deuda financiera y previsional) y e) se asegura la estabilidad monetaria.
En muchos lugares, sin embargo, estas condiciones (a las que despectivamente se llama “ortodoxia”) son gravemente vulneradas en el nombre de variados populismos Se apela para ello a un sinnúmero de razones o excusas. Desde que el “perfil productivo” resultante no sería el deseado por las mayorías, hasta que la distribución de la riqueza lograda es “demasiado” desigual. Los argumentos que se emplean son siempre “nobles”, ocultándose que en la mayoría de los casos tales vulneraciones benefician mucho más a sectores ya privilegiados que a los más pobres.
Pero el resultado es siempre el mismo: Mientras que en unas pocas decenas de países (desarrollados o emergentes) en los que la ortodoxia es razonablemente respetada se hallan las economías que ostentan los más altos ingresos per-cápita y los menores índices de desigualdad (aunque en este campo haya habido retrocesos y quede mucho por hacer) y/o las que a largo plazo crecen más consistentemente y más progresan en la disminución de la pobreza (aunque el mismo sea un proceso lento), en los países afectos al “populismo” el crecimiento y los demás indicadores sociales se rezagan.
Al tratar de entender el porqué de estas diferentes actitudes y políticas muchos subrayan el rol de las culturas. Se ha afirmado que las sociedades más proclives a asegurar las condiciones requeridas para que el capitalismo de sus mejores frutos – y por lo tanto las más reacias al populismo – serían aquellas permeadas por culturas que valoran el trabajo, el esfuerzo individual, el cumplimiento de las obligaciones, el ahorro y el éxito (obviamente cuando se logra en competencia y bajo condiciones de “fair play”). En dichas sociedades tales valores les serían inculcados a los habitantes desde niños, ya en sus hogares, ya en las escuelas a través de los contenidos de la educación formal.
Quienes así opinan ponen como paradigma el caso de los EEUU, pero el origen sajón de la población originaria de ese país los lleva a extender la idea de la existencia de culturas propicias al capitalismo (y, por lo tanto, al exitoso desarrollo económico) en Inglaterra, Escocia, Holanda, algunas regiones de Alemania y los países escandinavos, y en los países nacidos de la emigración anglosajona, como Canadá, Australia y Nueva Zelandia.
Por el contrario, esta cultura no estaría presente en los países que se dejan ganar por el populismo. La popularidad del populismo (valga la redundancia) se debe a lo difícil que es explicar y comprender el adecuado funcionamiento de los mercados en competencia, sus mecanismos de ajuste o de compensación (en particular lo que Joseph Schumpeter llamó “destrucción creativa”[1]), así como las condiciones jurídicas que tal funcionamiento presupone (estado de derecho, división de poderes, respeto de los derechos de las minorías, servicio civil basado en la meritocracia, monopolio estatal del uso de la fuerza, etc.), y lo fácil que es – explotando estas dificultades y las naturales desigualdades resultantes de las muy diferentes capacidades humanas – organizar partidos basados en slogans simples, elementales y/o demagógicos: ¿Hay personas desempleadas? Entonces hay que darles empleo en el gobierno y encarecer el despido en las empresas privadas. ¿La tasa de interés ha subido? Hay que ponerles un techo y/o imprimir más dinero. ¿Suben los precios? Hay que legislar subsidios, imponer precios máximos o prohibir exportaciones. ¿Las importaciones crean problemas a algunas empresas locales? Entonces hay que prohibirlas.
Vale la pena reproducir la cita de un ensayo del economista Martin Feldstein (publicado por “The Wall Street Journal”) en torno al notable contraste que existe entre el servicio eléctrico y la telefonía celular en la India: “La telefonía celular es ampliamente disponible a bajo costo porque fue considerada un lujo y por lo tanto librada al mercado, mientras que la electricidad es difícil de obtener porque fue considerada una necesidad y por lo tanto administrada por el Gobierno”.
La cuestión de las culturas es criticable en base a los siguientes observaciones: 1) Las “tentaciones populistas” están presentes en todos los pueblos del universo, 2) Varios países de raíz sajona han pasado por largos períodos de políticas “populistas”, 3) Algunos de ellos, como Nueva Zelandia e Irlanda, son relativamente recién llegados al grupo de naciones exitosas, 4) Hay muchas naciones de origen no-sajón en las que respetan razonablemente las condiciones para un buen desarrollo capitalista. 5) En todos ellos las condiciones para el buen desarrollo capitalista han sido impuestas y/o respetadas por gobiernos de un amplio espectro ideológico: Liberales, conservadores, republicanos, demócratas, de derecha, de izquierda, socialistas, laboristas y hasta comunistas.
Estas historias permiten pensar que lo que distingue a un grupo del otro, más que rasgos culturales o educativos, es la existencia de un conjunto dirigente con la lucidez como para articular respuestas que satisfagan las inquietudes “populistas” de las poblaciones (típicamente, durante las campañas electorales y en los debates parlamentarios), pero que gobiernan y legislan dando previsibilidad y sin vulnerar grave y/o sistemáticamente las condiciones enumeradas al comienzo de esta nota. Y es también esta dirigencia la que inspira los valores que se imparten en el sistema educativo formal.
La evidencia estadística demuestra incontrastablemente que la Argentina tuvo una etapa histórica en la que tuvo “el privilegio de pertenecer” al grupo exitoso. En algún momento del siglo XX, sin embargo, perdió la categoría. Esto revelaría que, con sus más y sus menos, el país tuvo una dirigencia que pugnó por asegurar las condiciones requeridas para un desarrollo capitalista, contrariando incluso rasgos culturales populistas de la población.
El caso argentino es muy ilustrativo sobre el rol de las dirigencias, más que los rasgos de la cultura o de la educación popular. El retraso relativo que experimentó el país desde mediados del siglo XX comienza en un momento en el cual el sistema educativo público tenía características de excelencia. Y si se concluye fue falla de la dirigencia de aquellas décadas el no haber inculcado valores favorables al desarrollo capitalista en la enseñanza formal, se está ofreciendo otra prueba de la responsabilidad de las clases dirigentes.
Conclusión: No hay garantías de estar siempre, pero siempre es posible volver
La historia de la Argentina y la de otras naciones – incluyendo las que en los últimos treinta o cuarenta años lograron recuperarse después de décadas de declinación – sugiere que ningún país está totalmente aislado del riesgo de que su dirigencia caiga en tentaciones populistas. Como la “mínima desigualdad distributiva posible” será siempre una desigualdad no menor y, además, susceptible de empeorar, ningún país o sociedad estaría libre del riesgo de que un partido populista acceda al gobierno mediante el voto de la mayoría o de una primera minoría y que en nombre de la justicia distributiva (o de algún otro slogan atractivo) cambie la política económica poniendo en riesgo el futuro. Sin ir muy lejos, no puede dejar de señalarse la altísima dosis de populismo fiscal y financiero en los EE.UU. impulsada por el Partido Republicano tras el acceso de George W. Bush a la presidencia de ese país en 2001 y el rol de ese populismo en la gestación de la gravísima crisis que comenzó en 2007.
Pero esas mismas historias también sugieren que ningún país estaría condenado a padecer los males del populismo “ad-vitam”. Son historias que muestran como se puede pasar del grupo exitoso al rezagado, así como de este último al primero. Ya se dijo que entre los países que ejercen políticas favorables al desarrollo de un capitalismo verdaderamente competitivo los hay con o sin culturas propicias. Están allí porque sus dirigencias y gobiernos – elegidos por el voto popular, alternándose la izquierda, el centro y la derecha, y más allá de lo que se pueda haber prometido en campaña – aprendieron a consensuar y respetar como cuestión de Estado los límites de la política económica.
La Argentina podría recuperar “el privilegio de pertenecer” al grupo de naciones de economía exitosa si su dirigencia fuera capaz de consensuar las instituciones y condiciones mínimas necesarias para que funcione una economía de mercado (a saber: derechos de propiedad, represión de las prácticas monopólicas, la apertura al comercio internacional, políticas fiscales mesuradas, estabilidad monetaria), de dar a tales instituciones y condiciones – por encima de debates electorales o parlamentarios – el carácter de políticas de Estado y de inspirar a la cultura general enseñando a través de la educación formal a valorar el trabajo, el esfuerzo individual, el cumplimiento de las obligaciones, el ahorro y el éxito cuando es logrado en condiciones de competencia franca y equitativa.
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[1]El desplazamiento de ciertas actividades, con su secuela de despidos, que resulta de la innovación y de los cambios de gustos, con su secuela de creación de nuevos empleos.