No toda desigualdad es igual

Foto de Ian Vasquez

Ha publicado artículos en diarios de Estados Unidos y de América Latina y ha aparecido en las cadenas televisivas.

Es miembro de la Mont Pèlerin Society y del Council on Foreign Relations.

Recibió su BA en Northwestern University y su Maestría en la Escuela de Estudios Internacionales de Johns Hopkins University.

Trabajó en asuntos interamericanos en el Center for Strategic and International Studies y en Caribbean/Latin American Action.

Un tema central de la reunión anual del Banco Mundial (BM) y el Fondo Monetario Internacional que se lleva a cabo en Lima es la inclusión social. Al preguntarse “¿Cómo vamos a resolver el problema de la desigualdad?”, el presidente del BM, Jim Yong Kim, responde: la “prosperidad compartida”.

Suena bien, pero el peligro es caer en la moda intelectual que considera que toda desigualdad es mala por sí misma y que el mercado la agudiza cada vez más. No solo es errado el análisis, sino que puede producir políticas que llevan a la exclusión social. Por ejemplo, crear más y mayores impuestos para financiar un Estado que redistribuye más riqueza puede desincentivar el crecimiento y la reducción de la pobreza.

La preocupación por la desigualdad en la era de la globalización es irónica. Justo en estos días el Banco Mundial reveló cifras nuevas que muestran el declive drástico de la pobreza mundial, que era un 37% en 1990 y caerá a menos del 10% este año por primera vez en la historia. La mayor libertad económica ha mejorado sin precedentes el bienestar de los pobres. Por esa razón, la desigualdad mundial también ha caído.

Celebremos ese avance porque representa el progreso humano, que en este caso coincide con mayor igualdad de ingresos. No siempre es así. Las mediaciones de desigualdad, de hecho, suelen ocultar información importante respecto a las sociedades que miden. Estados Unidos y Costa de Marfil, por ejemplo, tienen prácticamente el mismo nivel de desigualdad relativamente alta (medida por el índice GINI), pero el primer país ocupa el quinto lugar en el Índice de Desarrollo Humano y el país africano está en el puesto 171. China ha logrado sacar a cientos de millones de personas de la pobreza al abrir su mercado y a la vez ha aumentado la desigualdad que ahora es parecida a la de EE.UU. En cambio, en la medida que América Latina ha liberalizado, ha caído tanto la pobreza como la desigualdad.

La desigualdad en sí nos dice muy poco sobre lo justo que puede ser una sociedad. Una política migratoria liberal por parte de EE.UU., por ejemplo, mejoraría el bienestar de millones de inmigrantes y de estadounidenses, pero aumentaría la desigualdad en ese país. Lo importante es identificar las causas de la desigualdad y ver si son injustas o no. Un Bill Gates o un Steve Jobs se volvieron ricos beneficiando enormemente al mundo a base de intercambios voluntarios. Es muy diferente el caso de un empresario mercantilista que se vuelve rico a base de protección y subsidios del Estado, o sea, a costa de los demás. En sociedades como las de América Latina, que tradicionalmente se han caracterizado por este tipo de favoritismos –y en que la mayoría lidia con la burocracia y la corrupción– es fácil entender por qué la desigualdad en sí es mal vista.

El problema es que, tanto en el debate como en los estudios técnicos, no se suele tomar en cuenta estas diferencias. Por ejemplo, típicamente se encuentra que la desigualdad reduce el crecimiento económico. En un estudio importante que está por publicarse, sin embargo, Sutirtha Bagchi y Jan Svejnar encuentran que la desigualdad reduce el crecimiento en las sociedades en que los más ricos se volvieron ricos por sus conexiones políticas, mientras que no existe esa relación en las sociedades en que los más ricos lograron lo suyo a través del esfuerzo propio.

Publicado en El Comercio.-

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