Una mirada a largo plazo permite afirmar que el ingreso per capita de los argentinos comenzó a rezagarse – respecto del de los países desarrollados – a mediados de la década de 1930. Una escalada con pocos precedentes había llevado el ingreso argentino a ser el 9º del mundo en 1910 y cercano al 85% del promedio del de los países avanzados. En los siguientes veinte años perdimos cuatro posiciones a manos de Francia, Alemania, Suecia y Uruguay, pero en términos relativos hasta 1934 seguíamos en el valor del 85% del ingreso del mundo desarrollado. Fue a partir de entonces cuando nuestro ingreso medio comienza a crecer a menor velocidad que el del mundo rico, de tal manera que ya en 1960 habíamos retrocedido al puesto 25, con un nivel equivalente al 60% de ingreso de aquellos países y en 1990 el puesto era el 39 y el nivel, 40%.
En el libro “Claves del Retraso y del Progreso de la Argentina” (Lagos, Llach et al, Temas, 2011) se mostró claramente que los factores que a largo plazo muestran más asociación con las fases de retraso de la Argentina respecto del mundo desarrollado son el proteccionismo excesivo, las aceleraciones inflacionarias y la volatilidad resultante de políticas macroeconómicas insostenibles en el tiempo.
En “El País de las Desmesuras” (Lagos, Llach, El Ateneo, 2014) se comparó y se estudió el desempeño de nuestro país en relación al de Brasil, Chile, Uruguay y Nueva Zelanda, países que en su momento también sufrieron retrasos respecto a los más avanzados y que en diversos momentos del siglo pasado siguieron políticas relativamente proteccionistas y/o insostenibles. Lo que esta comparación muestra de manera notable es que la Argentina no solo excedió a estos cuatro países en los mencionados factores de retraso (proteccionismo excesivo, aceleraciones inflacionarias y volatilidad), sino también en al menos otras diez dimensiones (rupturas del orden constitucional, inestabilidad política, caudillismo, inmigración, poder del movimiento sindical, guerrillas y su represión, cantidad o frecuencia y profundidad de crisis económicas, déficits fiscales, subdesarrollo de mercados de capitales, dolarización y hasta una guerra contra una gran potencia). Se puede concluir que por diversos motivos la nuestra es una sociedad de difícil gobernabilidad y que, lamentablemente, las dirigencias no han estado a la altura del desafío.
No es fácil y es riesgoso tratar de ofrecer una secuencia cronológica de estas desmesuras. Si bien hay casos en los que encadenamientos, causas y efectos surgen con claridad, en otras dimensiones tales secuencias no son tan evidentes, como tampoco las causas profundas de ciertos rasgos sociales. Por cierto que el caudillismo – entendido como la tendencia a conferir mucho poder a personas con rasgos de líderes, descuidando la sana y necesaria división de poderes y el control social – viene tan de lejos como lo pudo ser en una colonia formada bajo el rígido centralismo que la casa de Borbón impuso en España, al reemplazar en 1715 a los casa de los Austrias o Habsburgos. Y en tanto el caudillo busca perpetuarse y acumular poder, siempre estará latente el recurso a políticas populistas, inviables más tarde o más temprano, y que llevan dentro de sí las semillas de las crisis.
Cinco intentos revolucionarios fracasados (1874; 1880; 1890; 1893; 1905) jalonaron los años del mejor desempeño institucional del país y más tarde la Argentina no pudo siquiera construir un sistema estable de caudillos: tiene no solo un record de rupturas de gobiernos surgidos de elecciones (1930; 1943; 1955; 1962; 1966; 1976), sino también uno de bruscos cambios de presidentes dentro de los gobiernos de facto (1944; 1955; 1970; 1971; 1981 y 1982). Esta inestabilidad dio origen a frecuentes cambios en la orientación de las políticas económicas, con un muy probable impacto negativo en el clima de negocios.
La Argentina supera a los países comparados (y a otros, también, como los EE.UU., Canadá y Australia) en el impacto cuantitativo de la inmigración – tanto la proveniente de Europa hasta 1950, como la de los países vecinos desde entonces – sobre al aumento de su población. Hay una profusa discusión sobre lo que esta “desmesura” significó para la economía, ya que se pueden citar tantos beneficios como costos. Cabe conjeturar, sin embargo, que de haberse contado con políticas que hubieran facilitado la propiedad de la tierra y una mejor distribución geográfica de la inmigración, algunos problemas de gobernabilidad podrían haber resultado menos gravosos para el desempeño de la economía. En materia de educación, sin dejar de destacar la magnitud de la inversión realizada por la Argentina, sus resultados en términos cuantitativos (escolarización) y cualitativos no la destacan del conjunto.
La Argentina no fue excepción cuando tras la crisis mundial de 1930 echó mano al proteccionismo aduanero y cambiario, frustrando la posibilidad de haber impulsado nuevas exportaciones y dando impulso en vez a una rápida sustitución de importaciones. Tampoco fue excepción dentro de la región al prolongar el proteccionismo en los años de posguerra, mientras los países más desarrollados fueron desarmando gradualmente sus barreras comerciales. Pero 1) de las cinco economías, la Argentina fue la que más comercio exterior perdió en relación a su PIB y 2) cuando se compara la recuperación (de nuestro comercio respecto al PIB) con la de nuestros vecinos y Nueva Zelanda, se ve que quedamos a la zaga. En tanto que los ratios “Comercio Exterior/PIB” de los cuatro países son superiores a los de antes de 1930 (Chile y Nueva Zelanda desde 2002, Uruguay y Brasil desde 2007), la Argentina apenas ha llegado al 80% del nivel pre-crisis. Justo es también señalar la probabilidad – porque no fue posible probarlo contundentemente – que de los cinco países, la Argentina haya sido el más perjudicado por una desmesura ajena: el grosero proteccionismo agroalimentario practicado por el mundo desarrollado.
Tiene también la Argentina el dudoso honor de ganar las carreras de los déficits fiscales y de la inflación, aunque en este caso por escasísimo margen frente al Brasil y solo porque en el siglo XXI, cuando todo el mundo ha aprendido a crecer sin inflaciones altas, la Argentina vuelve a probar este peligroso terreno, que siempre ha inhibido el desarrollo local de los mercados de capitales y financiamiento, castiga la economía de los más pobres, distorsiona las decisiones de consumo e inversión y del cual siempre ha sido costoso salir.
Lamentablemente nuestras dirigencias no han aprendido las lecciones del pasado y las que se pueden estudiar en nuestros vecinos. Así hemos perdido las oportunidades brindadas por más de diez años de altos precios de nuestras exportaciones y de abundancia de financiamiento externo barato. Y si no reaccionamos a tiempo, corremos riesgo de padecer la enésima crisis que resultará de corregir las recientes desmesuras políticas, institucionales, fiscales, monetarias, aduaneras y cambiarias. Cabe esperar que una nueva generación dirigente esté aprendiendo a gobernar con mayor equilibrio.