Se necesitará una visión transformadora de largo plazo, que destierre el clientelismo político, reduzca el gasto y ejecute mejor los dineros públicos.
La gestión de Cristina Fernández de Kirchner concluye con ribetes de extrema gravedad. El desborde del gasto ha llevado el déficit financiero a un nivel estimado de 8 por ciento del producto bruto interno (PBI). Se trata de un desequilibrio cuya equiparación sólo puede encontrarse en episodios del pasado tan críticos como el “rodrigazo”, en 1975, o la hiperinflación de 1989. Más preocupante es que tal déficit se produzca cuando la presión impositiva también ha alcanzado niveles nunca vistos y, obviamente, insostenibles. De hecho, el gobierno entrante ha debido anunciar una reducción de las retenciones a la exportación y un aumento del mínimo no imponible del impuesto a las ganancias. Ambas medidas reducirán los ingresos tributarios.
El gasto público del conjunto de la Nación, de las provincias y de los municipios, alcanza hoy el 47% del PBI, cuando durante los veinte años previos a 2001 promedió un 30%. La recaudación impositiva en la misma comparación pasó del 27 al 39%. Si la evolución del gasto se midiera en moneda dura, de 87.000 millones de dólares en 2002 se pasó a 225.000 millones en 2015. No debe extrañar por lo tanto la pérdida de competitividad de nuestro país, que no sólo se ha debido al retraso cambiario, sino también al peso de un Estado hipertrófico que poco da y mucho quita.
Resulta claro que si se pretende un cuadro fiscal compatible con el crecimiento, con la estabilidad monetaria y con las condiciones necesarias para obtener financiamiento externo, se deberá trabajar profundamente sobre el gasto público.
Hay causas identificables del crecimiento del gasto. El gobierno nacional implementó planes sociales y dedicó sumas cada vez más cuantiosas a los subsidios a la energía y al transporte, que compensaron congelamientos tarifarios.
Debe computarse, además, el fuerte aumento de la cantidad de jubilados y pensionados, que se beneficiaron con las moratorias. Este conjunto de causas que se ubican principalmente en la jurisdicción nacional explican algo más de la mitad del crecimiento del gasto estatal del período. Los gobiernos provinciales tuvieron allí escasa incidencia, no así en el aumento de las plantas burocráticas. Efectivamente, una parte importante del incremento del gasto se debió a este motivo. La administración nacional evolucionó de 241.400 agentes, en 2003, a 389.800, en 2015. El conjunto de los gobiernos provinciales y municipales pasó de 2.145.600 a 3.842.200 empleados. No hay ninguna justificación para semejante evolución, salvo el clientelismo político. Ha sido un rasgo clásico del populismo que caracterizó al gobierno nacional y que, con algunas excepciones destacables, se contagió con intensidad a las provincias y municipios.
Quienes conocen el manejo de las cuentas públicas saben que la Nación siempre ha operado como prestamista de última instancia de las administraciones provinciales. Cuando en una provincia los fondos provenientes de la coparticipación o de los propios impuestos no alcanzan para pagar los sueldos de los maestros y no hay acceso a fuentes de crédito, entonces la Nación auxilia. También dice la experiencia que los fondos así transferidos terminan tarde o temprano licuándose en beneficio de la provincia deudora. Así ocurrió, por ejemplo, con el rescate de las cuasi monedas que varias provincias habían emitido antes de la crisis de 2001.
La creación del régimen de coparticipación federal de impuestos en 1934 instaló un sistema por el cual el gobierno federal recaudaba y luego transfería una parte a las provincias. Al principio lo hacía con un criterio devolutivo (ley 12.147/1934) y luego pasó a hacerlo con un método parcialmente redistributivo (ley 20.221/1973) reservándose un margen para hacerlo discrecionalmente. Se instauró así una suerte de dependencia financiera de los gobiernos provinciales hacia la Nación que inevitablemente derivó en dominación política. El 70% del gasto provincial es actualmente solventado con fondos recaudados por el gobierno central. En varias provincias supera el 90%. No deben extrañar la fácil pleitesía de los gobernadores y el dominio presidencial sobre ellos ocurrido en los últimos años.
En las presentes dificultades fiscales, y siendo inminente la transmisión del mando, se produjo el fallo de la Corte Suprema de Justicia de la Nación que declaró inconstitucional la deducción del 15% de los recursos coparticipables que se derivaban a la Anses. Este fallo se refirió sólo a las tres provincias que habían iniciado la acción ocho años antes. Sin embargo, luego y sorpresivamente, un decreto de necesidad y urgencia suscripto por la Presidenta lo extendió a todas las demás. Francamente criticable ha sido el proceder de la jefa del Estado. Sólo puede explicárselo como otro intento deliberado de perjudicar a su sucesor, como si éste no tuviera ya que transitar por un campo minado por los desajustes, distorsiones y problemas económicos que hereda.
Sea que el presidente Macri con otro decreto de necesidad y urgencia derogue el anterior o no lo haga, será necesario resolver junto a los gobernadores las notables dificultades fiscales que debe hoy encarar.
A todo esto, cabe destacar que sigue sin cumplirse el mandato de la Constitución Nacional reformada en 1994 de sancionar una nueva ley de coparticipación federal de impuestos.
Varios intentos en ese sentido se han frustrado debido a la infructuosa discusión sobre la distribución primaria y secundaria, ya que en la escasez nadie quiere renunciar a ninguna porción de la torta.
Deberá pensarse en un cambio estructural en la relación fiscal entre la Nación y las provincias. Se debe terminar con los espacios de sujeción política y lograr alinear los incentivos en el sentido correcto para reducir y mejorar la calidad del gasto público.
Como camino alternativo, debería estudiarse el reemplazo de la coparticipación federal vertical devolviendo potestades tributarias a las provincias. Sobre este principio de mayor correspondencia fiscal, la Nación sólo retendría tributos para cubrir estrictamente su propio gasto. Se ha propuesto, por ejemplo, que retenga los impuestos al comercio exterior, el IVA y el impuesto a las ganancias de personas jurídicas. En ese caso, las provincias recaudarían, cada una en su territorio, el impuesto a las ganancias de personas físicas, bienes personales e impuestos internos. El impuesto a los combustibles se canalizaría a un fondo de redistribución horizontal entre las provincias que permitiera empalmar los ingresos fiscales de cada una en el inicio del futuro régimen con los del actual. Esto le daría viabilidad política y sólo sería necesaria una ley nacional sin el requerimiento de una difícil ley convenio.
Por su parte, los coeficientes de redistribución de ese fondo quedarían estables de manera que un posterior exceso de gasto relativo de una provincia le exigiría aumentar los propios impuestos. De esa forma, se alinearán los incentivos y se propendería a gastar menos y gastar mejor. Un cambio de este tipo, que no es el único posible, no entraría en conflicto con lo estipulado en la Constitución de 1994.
Una visión transformadora de largo plazo hace imprescindible consolidar el federalismo y un pacto fiscal debe ser una pieza imprescindible.