El desafío de construir un país normal

Foto Manuel Solanet
Director de Políticas Públicas en 

La normalidad de un país en el contexto de las naciones debe entenderse como un conjunto de atributos que permitan no identificarlo como un caso especial de estudio. Su crecimiento debe permitirle no quedar sistemáticamente rezagado frente al resto de los países. Sus instituciones deben ser estables y respetadas. Su sociedad debe convivir sin enfrentamientos permanentes. Su administración pública debe ser ordenada, sin caer en recurrentes incumplimientos de pagos o en inflación y devaluaciones periódicas. Su política exterior no debe ser cambiante. Un país puede estar por debajo de estos estándares, no alcanzando por lo tanto la normalidad, o también puede superarlos siendo en este caso una nación destacada.

La aspiración a que la Argentina sea un país normal podría interpretarse como una pretensión limitada. Alguien podría calificarla como el renuncio a una vocación de mayor grandeza. Sin embargo cuando con pocas excepciones han transcurrido más de siete décadas de anormalidades y que a consecuencia de ellas nuestro país perdió posiciones relativas, la aspiración de ser como la mayor parte de otras naciones podría ser hasta ilusoria. En el primer día de su gestión Néstor Kirchner manifestó su deseo de llevar la Argentina a ser un país normal. Pero  luego realizó todo lo que estuvo a su alcance para contradecir ese objetivo. Su sucesora Cristina Kirchner, al hacerse cargo aumentó la apuesta. Dijo que Alemania era el ejemplo a seguir, pero lamentablemente su mira se desvió hacia Venezuela. Los últimos doce años fueron de continuas e intensas anormalidades y como era de esperar culminaron en una crítica situación transmitida en herencia al gobierno de Mauricio Macri.

La gestión kirchnerista dañó profundamente las instituciones de la república. Afectó la independencia de poderes y el estado de derecho. Introdujo la mentira como instrumento de gobierno y la corrupción como costumbre. Dividió la sociedad apelando al odio y al resentimiento como armas de creación de poder. Creó un relato a contracorriente de la verdad, atacó la libertad de expresión, manipuló la historia y las estadísticas a su medida. El kirchnerismo practicó el populismo sin ningún pudor, recurriendo a intelectuales dispuestos a darle categoría de doctrina. Administró la economía con una impronta demagógica de muy corto plazo, priorizando el efecto inmediato aunque de esa forma se comprometiera gravemente el futuro.  Duplicó el número de empleados públicos y multiplicó el gasto estatal, pero al mismo tiempo deterioró los servicios, la educación y la seguridad. Congeló las tarifas de energía y transporte lo que obligó al gobierno a subsidiar en forma creciente esas prestaciones. Aumentó el número de jubilados a cargo del estado al disponer dos moratorias para quienes no hubieran hecho los aportes previamente. Expandió los llamados planes sociales, muchos de ellos otorgados con fines clientelísticos y electoralistas. De esta forma el déficit fiscal alcanzó niveles inéditos a pesar de que el fisco se apropió los ahorros de los futuros jubilados y aumentó los impuestos hasta niveles insostenibles. La inflación se afianzó en la Argentina impulsada por la emisión monetaria para solventar ese déficit como única alternativa ante la falta de acceso al crédito externo. El manejo de la deuda pública fue innecesariamente agresivo, guiado por ideologismos y carente profesionalidad. Terminó en un default técnico.

Las relaciones internacionales del kirchnerismo estuvieron sujetas a los dictados de Hugo Chávez.  La pertenencia al eje bolivariano alejó la Argentina de gran parte del mundo, incluidas las verdaderas democracias de la región. La sujeción a Chávez llevó a Cristina Kirchner a situaciones deplorables, desde la ridícula remoción del monumento a Colón, hasta el extremo del memorándum con el Irán de Ahmadinejad  para encubrir a los responsables del atentado contra la AMIA. Se entiende entonces el aislamiento internacional al que llegó la Argentina.

La situación heredada es el punto de partida que habrá que remontar para llegar a ser un país normal. La tarea no será fácil. La coalición Cambiemos no cuenta con las mayorías necesarias en el Parlamento. Tampoco tiene el dominio territorial de gran parte de las provincias, y en aquellas en que lo tiene, como Buenos Aires y la Capital, no alcanza mayorías legislativas propias. Sin embargo la capacidad y las ideas de quienes se desempeñan en el Poder Ejecutivo Nacional desde el 10 de diciembre de 2015, permiten esperar que puedan lograr  hacer de la Argentina un país normal. La oposición  política y los sectores representativos de la sociedad deben ser conscientes de la gravedad de la situación. Cada uno deberá recapacitar sobre su responsabilidad en la situación a la que se ha llegado. Las fuerzas políticas, así como las entidades gremiales y empresarias deben facilitar los acuerdos necesarios y asumir su parte en los sacrificios que exigirá recomponer el equilibrio fiscal, vencer la inflación, aumentar el ahorro y promover la competitividad. Si todos ellos no asumen que estamos frente a una emergencia nacional sino que cada uno privilegia su exclusivo interés, quedará lejos el objetivo de volver a ser un país normal.

Sin embargo esto no puede quedar en una apelación a la buena voluntad de quienes no comulgan con las ideas de una sociedad moderna, abierta y apegada a la libertad y al estado de derecho. Debiera lograrse un consenso mayoritario sobre estas ideas para que se impongan sobre aquellas que las contradicen y también para que superen a los intereses sectoriales y corporativos que las resisten. Este es el propósito de la prédica de la Fundación Libertad y Progreso.

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