Argentina nunca logró desarrollar un capitalismo en serio, con moneda estable que constituya reserva de valor e instituciones adecuadas para que el ahorro nacional se transforme en inversiones dentro del país y no fuera de él.
Ni tampoco una clase empresaria que pudiera desarrollar proyectos por sus propios medios, sin recurrir al Estado para fondearlos con recursos públicos y hacerlos rentables con proteccionismo digitado.
Ni comprendió el rol del capital para lograr la prosperidad de las naciones. Mediante el lenguaje tácito de sus políticas, confirmó que a la “gran masa del pueblo” no le disgusta “combatir el capital”.
Es notable que la incombustible marcha de 1948 haya ignorado la aguda observación de Marx y Engels un siglo antes: el capital es una “potencia social” que transformó la vida del hombre en la Tierra.
Dice el Manifiesto Comunista (1848): “En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana, la burguesía ha creado energías productivas mucho más grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones juntas”. Y se pregunta: “¿Quién en los pasados siglos pudo sospechar siquiera que en el regazo de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen soterradas tantas y tales energías y elementos de producción?”.
Marx y Engels erraron al creer que era posible atrapar ese genio en una botella para sufragar la sociedad sin clases. Que las energías liberadas por el capitalismo mantendrían su vigor en la utopía socialista. Después de crueles dictaduras y terrorismos sangrientos para lograr un hombre nuevo y un orden más justo, el genio se marchitó y murió de asfixia en la botella.
La Argentina nunca fue comunista y optó por el modelo populista, más afín a los fascismos del siglo XX y al llamado “ser nacional”. Privilegió el corto plazo sobre el largo, el consumo sobre la inversión, los votos sobre la educación. Nunca hubo lugar para la formación de capital interno porque el populismo es incompatible con la seguridad jurídica, esa expresión que tanto repugna a Axel Kicillof.
Pero sin capital, el trabajo humano se malversa y la dignidad humana se degrada. En los países donde no hay inversiones, los trabajadores son explotados con salarios de subsistencia. A la inversa, cuando hay inversiones, la mano de obra se encarece y el trabajo se dignifica. Hay explotación cuando se combate el capital y no a la inversa.
En la Argentina nos hemos habituado a los desequilibrios fiscales, a la alta inflación, la discrecionalidad administrativa y la arbitrariedad judicial. Es decir, a vivir sin un marco adecuado para la inversión y sufriendo un constante drenaje del ahorro hacia el exterior. Y a justificar emergencias para imponer devaluaciones, corralitos, pesificaciones, canjes y ahorros forzosos, congelamientos, licuaciones, desagios y defaults. Hemos sido muy exitosos en la cruzada por combatir el capital, sin decirlo.
El capital buscó entonces refugio en el exterior, aposentando en cuentas cifradas inversiones inmobiliarias, fondos mutuos, sociedades offshore, fideicomisos exóticos, departamentos en Miami, casas en Uruguay, barcos en Panamá, aviones en Paraguay o impresionistas en el salón.
Desaparecieron así la libreta de ahorro, los seguros de vida, los depósitos en pesos, las compañías de capitalización, los fondos de pensiones, el crédito hipotecario, los departamentos en cuotas, las emisiones de títulos y la financiación de proyectos. En suma, desapareció el ahorro y el mercado de capitales.
Paradójicamente, hemos invitado a los extranjeros a invertir donde los propios residentes desconfían. Para, luego de las crisis, recomprar con moneda despreciada lo que aquellos pagaron con moneda dura.
El populismo desplegó una extensa gama de alquimias para sustituir, mediante la acción del Estado, la falta de capitales provocada por sus propios desaguisados.
Se crearon bancos de desarrollo que acumularon cifras siderales de préstamos impagos; se dieron avales del Tesoro que desfondaron las arcas públicas; se despilfarraron impuestos inflando el costo de obras y equipos; se inventaron redescuentos para negocios financieros, y se crearon rentabilidades inmorales a costa del bolsillo de la población.
Sin capital para sostener los derechos sociales, éstos son cartón pintado. Sin capital a riesgo tampoco sirven las promociones regionales, los parques industriales, ni los avances del Estado en ciencia y tecnología.
En el mundo actual, globalizado y volátil, la principal ventaja comparativa de un país son sus instituciones. Éstas reflejan, en definitiva, el grado de compromiso de un grupo humano con su futuro, con sus hijos, con los más débiles. Son fruto de su educación, de sus creencias colectivas, de sus valores compartidos.
Cuando existe una base democrática que sostiene una estructura de normas estables, justicia independiente y equilibrio fiscal, fluyen capital e inversiones. Cuando existe seguridad jurídica basada en sólidos consensos colectivos, habrá empleo y educación para la inclusión sustentable.
En la Argentina, luego de un larguísimo proceso de maduración política, ha comenzado un cambio expresado en las urnas. El país ha levantado la mirada más allá del balcón y la plaza optando por valores de largo plazo.
El consenso mayoritario alcanzado requiere demostrar su solidez. Deberá luego ser convalidado mediante la alternancia democrática, para que el cambio sea creíble y genere confianza. Que no termine en otro precipicio argentino.
Esto implicará un profundo cambio cultural, pues el Estado dejará de seleccionar amigos y clientes, lo que constituyó hasta ahora el llamado -desde estas columnas- “capitalismo de amigos”. Las compañías y los emprendedores romperán su dependencia con la política, para focalizarse en la competitividad a nivel mundial. Quedarán atrás los Jorge Brito, José Luis Manzano, Lázaro Báez, Cristóbal López, Sebastián Eskenazi y tantos otros más.
Desaparecerá así la principal restricción para que las grandes empresas trasladen a la Argentina su capacidad tecnológica y de creación de empleos de calidad. Y para que emerja una clase empresaria nacional genuina y competitiva como lo hemos visto en la agroindustria, la biotecnología o en las llamadas .com.
En la Argentina existen talentos de primer orden para liderar esta transformación y colocar a nuestro país entre los exitosos a nivel mundial.
Nunca antes hemos vivido en contexto semejante, pues el modelo autárquico adoptado por los militares a partir de 1943 fue reciclado y continuado por todos los gobiernos posteriores. Ese retrato no fue bajado de la pared por el kirchnerismo, que adhirió a sus premisas con entusiasmo.
Sólo mediante un capitalismo serio, con el genio fuera de la botella, podrán cristalizarse los sueños colectivos que, durante tantos años, soñaron tantos argentinos en la plaza, frente al balcón.
Estamos transitando un cambio único en la historia nacional cuando toda la región atraviesa una profunda crisis y nuestro país puede convertir esa crisis en una oportunidad, liderando una transformación en América latina a partir de la fuerza creadora de sus instituciones.