Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
El reciente informe de la UCA ha sido contundente: en la Argentina existen millones de pobres. Exactamente cuántos, carece de interés. Es imprescindible afrontar la pesada herencia y preguntarnos cómo reinsertarlos en la sociedad productiva. Juan Pablo II nos provee la mejor respuesta. El 3 de abril de 1987 expresó en Santiago de Chile que “el trabajo estable y justamente remunerado posee, más que ningún otro subsidio, la posibilidad intrínseca de revertir aquel proceso circular que habéis llamado repetición de la pobreza y de la marginalidad”. Sin embargo, también advirtió que “esta posibilidad se realiza sólo si el trabajador alcanza cierto grado mínimo de educación, cultura y capacitación laboral”.
El mensaje es claro, educación es la respuesta y coincide con la visión de una olvidada figura de nuestra historia, el Barón Maurice de Hirsch, quien afirmaba ya en 1873 que “la pobreza se origina en la falta de educación, y solamente la educación y el entrenamiento de las nuevas generaciones podrán remediar esta situación”. Yo creo que el sueño de nuestro presidente es factible. Pobreza cero no es una utopía, pero para ello es necesario que los ciudadanos reciban educación y/o entrenamiento laboral.
No es gratis. Una importante asignación presupuestaria es requerida, pero los resultados hablan por sí mismos. Veamos la llamada Declaración de Derechos de los Veteranos de Guerra, sancionada por Roosevelt en 1944, cerca del final de la Segunda Guerra. Otorgaba a los veteranos la oportunidad de reanudar sus estudios o capacitación técnica, con el derecho a recibir una asignación mensual mientras desarrollaban dichas actividades. Gracias a esta ley, millones de personas que hubiesen intentado ingresar al mercado de trabajo optaron por reeducarse. El capital humano de la fuerza laboral mejoró significativamente. Para la culminación del proyecto, en 1956, 7,8 millones, de los 16 millones de veteranos de guerra, habían participado en un programa de educación o formación profesional. En el mediano plazo la iniciativa, lejos de representar un costo fiscal, produjo importantes beneficios. Por cada dólar invertido se recaudaron varios dólares en concepto de impuestos, en virtud que los trabajadores calificados generados por el programa percibían ingresos claramente superiores a los que hubiesen obtenido de no haber participado del mismo. Imaginemos si se hubiese implementado algo así en la Argentina 10 años atrás. ¿Cuántos menos ciudadanos reportaría hoy la Encuesta de la Deuda Social de la UCA como pobres o indigentes? ¿Cuántos menos subsistirían en base a un plan social? Es tiempo de cambiar nuestra historia. Pobreza cero no es una utopía si enfrentamos la grave enfermedad que nos aqueja con la única medicina adecuada a tal fin: educación y entrenamiento profesional, tal cual lo expresó Juan Pablo II treinta años atrás.