Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
Cuando Alexis de Tocqueville visitó Estados Unidos entre 1831 y 1832 se maravilló ante la capacidad de los norteamericanos de coordinar sus esfuerzos en pos de objetivos comunes. En su opinión este era uno de los principales factores detrás de su fenomenal crecimiento. “Para que los hombres permanezcan civilizados o lleguen a serlo, es necesario que el arte de asociarse se desarrolle y se perfeccione entre ellos,” escribió de Tocqueville en La Democracia en América.
Esta idea tiene bastante sentido, ya que el desarrollo de una sociedad es un fenómeno complejo que requiere de la coordinación y cooperación de sus miembros. Inspirados en ella los sociólogos desarrollaron el concepto de capital social, que no es más que el conjunto de normas, valores, conductas y creencias que facilitan y promueven la acción colectiva en la búsqueda del bien común. A los economistas les tomó tiempo, pero finalmente aceptaron que esta forma de capital era casi tan importante para el crecimiento de un país como su capital físico.
Justamente uno de los problemas más serios que enfrenta la sociedad argentina es su bajo nivel de capital social, lo cual se refleja en una anomia creciente. Esta condición se refleja no sólo en el incumplimiento de la ley sino también en la ausencia de ciertas normas o principios de interacción social esenciales para la supervivencia de una sociedad libre. En vez de equidad, justicia, respeto y tolerancia al prójimo proliferan conductas anti-sociales como el fraude, el engaño, el robo, la deshonestidad y la corrupción. Además el espíritu comunitario es muy débil. Según una encuesta del Latin American Public Opinion Project, un 72% de los argentinos admitieron no haber contribuido nunca para ayudar a solucionar algún problema en su comunidad (en contraste, ese porcentaje en Estados Unidos es 62% y en Canadá 60%).
Para aumentar el capital social de una sociedad es necesario invertir, ya que ningún tipo de capital se autogenera. Una manera de hacerlo es inculcando valores comunitarios a los jóvenes. A nivel internacional hay varias experiencias, entre ellas, el Peace Corps de EE.UU. (voluntario), el Servizio Civile Nazionale en Italia (programa voluntario), el Sherut Leumi en Israel (alternativa al servicio militar obligatorio) y el National Service Scheme en Ghana (obligatorio para estudiantes a nivel terciario). En la Argentina desde hace algunos años el diputado Julio Cobos viene proponiendo un Servicio Cívico Voluntario (SCV) que apunta a formar en oficios a jóvenes que hayan abandonado sus estudios o no tengan trabajo en instalaciones militares desocupadas u ociosas.
Mi propuesta es radicalmente distinta a la de Cobos. Consiste en introducir la actividad comunitaria como una materia obligatoria para completar tanto el secundario como la universidad para todos los jóvenes mayores de 16 años. Las actividades comunitarias se realizarían como parte integral de la educación de los jóvenes en organizaciones sin fines de lucro (ONGs), de las cuales se estima que en la Argentina actualmente operan casi 100.000. Este es un punto de vital importancia, ya que el objetivo es reconstruir el capital social y no aumentar una burocracia costosa, ineficiente e improductiva. De esta manera la juventud argentina podría completar su educación ciudadana y aprender que la democracia da derechos pero también impone obligaciones.
En mi propuesta, la implementación, administración y supervisión de este programa sería “tercerizada”, por un lado, a los colegios y las universidades, y, por otro, al sector social, en el que hay mucha experiencia en voluntariado (en cierto sentido algo similar ocurre con la educación privada). Cada ONG interesada en participar en el programa debería obtener una calificación independiente que a su vez podría debería otorgada por ciertas ONG específicamente dedicadas a esta actividad y autorizadas por el Ministerio de Educación. Obviamente, a pesar de su vitalidad y diversidad, el sector social hoy no está en condiciones de incorporar anualmente cientos de miles de jóvenes y gestionar su participación en actividades comunitarias. Pero podría estarlo en poco tiempo si existe la voluntad política de avanzar con esta propuesta.
Sería un grave error darle al estado demasiada injerencia en este programa, dado que en la Argentina los políticos generalmente se apropian de lo público para beneficio propio. En mi propuesta la intervención estatal se limitaría a establecer el marco legal, financiar ciertos costos mínimos y proveer un soporte informático a través de la web.
Las ONG participantes organizarían y coordinarían las actividades comunitarias realizadas por los estudiantes. A aquellos que cursan estudios universitarios se les podría dar más flexibilidad en la manera en que satisfacen los requerimientos de esta nueva materia de estudios. Podrían, por ejemplo, completar la mitad en programas de reducción de la desnutrición infantil y la otra mitad en la construcción de viviendas en barrios carenciados. Cada actividad comunitaria generaría un “crédito académico” distinto. Por ejemplo, enseñar durante tres meses en una escuela primaria en Formosa tendría mayor peso que entrenar todos los domingos un equipo de fútbol de niños de una villa carenciada del Gran Buenos Aires. Además, aquellos estudiantes que trabajan en empresas con programas de responsabilidad social empresaria (RSE) también podrían cumplir a través de éstos sus requerimientos para la universidad.
En cuanto al costo fiscal y de oportunidad de este programa, sería relativamente bajo. Además, los jóvenes participantes no tendrían que necesariamente abandonar su actividad principal. Los beneficios de esta inversión serían considerables no sólo por el impacto tangible e inmediato de las actividades comunitarias y el fortalecimiento de la sociedad civil, sino también, y quizás más importante, por el simple hecho de inculcar en los jóvenes una mayor conciencia cívica y una perspectiva realista de los desafíos que enfrenta la sociedad a la que se van a integrar. Además, por todas estas razones, también sería un antídoto al asistencialismo clientelista.