La Argentina necesita una real revolución educativa

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

El presidente Mauricio Macri, en su discurso de apertura de las Sesiones Ordinarias del Congreso, realizó un claro diagnóstico: “La educación pública tiene severos problemas de calidad y hoy no garantiza la igualdad de oportunidades”[1]. Nadie puede dudar lo acertado de esta foto. El Presidente expresó que “para insertar a la Argentina en el Siglo XXI todo empieza con la educación, ahí es donde se gesta el futuro del futuro. Por eso, hace unas semanas, en Jujuy, el ministro Bullrich, junto a todos los ministros de Educación de las provincias, fijaron un acuerdo llamado Declaración de Purmamarca que traza los ejes de la revolución educativa que queremos afianzar”.

¿Cuáles son dichos ejes? Como sintetiza Infobae en su edición del 12 de febrero pasado, acompañando la transcripción completa del documento firmado en Purmamarca, “entre los puntos salientes se encuentra la obligatoriedad del nivel inicial a partir de los tres años de edad; el desafío de incorporar progresivamente la jornada extendida a través de actividades escolares, artísticas y deportivas; y el compromiso de crear el Instituto de Evaluación de la Calidad y Equidad Educativa, cuyo propósito será promover los procesos de evaluación a nivel nacional y obtener datos precisos que permitan mejorar el aprendizaje de los estudiantes”[2].

Es claro que cada uno de estos ejes habría de mejorar nuestra realidad educativa, no tengo duda alguna de ello. Pero de ninguna manera constituyen la revolución educativa que nuestro país requiere, sino una evolución hacia una mejor educación, adecuada para un país que enfrenta una situación mucho menos crítica que la que sufrimos.”

El diccionario de la Real Academia Española define el término “revolución” como “un cambio rápido y profundo en cualquier cosa”[3]. Las medidas propuestas no producirán un cambio rápido y profundo en nuestra realidad educativa, sino una mejora  demasiado gradual para, en palabras de nuestro Presidente, “insertar a la Argentina en el Siglo XXI”.[4]

¿Qué entiendo por una revolución educativa? Muchos son los posibles ejemplos. Enfrentar la deserción en el secundario y en la universidad con realismo, no sólo con buenas intenciones. Admitir que millones de jóvenes que no estudian ni trabajan son recuperables, si buscamos esquemas educativos que contemplen sus necesidades y realidades de vida. Reincorporar a la sociedad productiva a millones de personas que subsisten en base a planes sociales, mediante su educación y entrenamiento profesional. Devolverles a los padres el poder que nunca debieron perder sobre la educación de sus hijos, ¿quiénes sino ellos deberían ser los más estrictos fiscalizadores de una educación de excelencia? Enfrentar a los sindicatos docentes, los más férreos defensores del status quo; sin hacerlo, ninguna revolución educativa es imaginable. Proveer educación de calidad a los niños de las familias económicamente más desfavorecidas, demostrando que todo niño puede aprender (pero para ello es necesario terminar con la doble moral Argentina). Dejar de estafar a miles de jóvenes, a los que se admite irrestrictamente en la universidad y quienes sabemos nunca habrán de graduarse.

Desarrollar cada uno de estos ejemplos constituye una nota en sí mismo. Por ello, cerraré este breve ensayo ilustrando el último de ellos, dada la facilidad de hacerlo al compararlo con el sinceramiento económico que el gobierno está llevando a cabo.

En octubre pasado el Senado aprobó la ley 27.204 la cual prohíbe los exámenes de ingreso a la Universidad; el proyecto fue impulsado por la entonces diputada del Frente para la Victoria Adriana Puiggrós. Su artículo 7 lo especifica taxativamente: “Todas las personas que aprueben la educación secundaria pueden ingresar de manera libre e irrestricta a la enseñanza en el nivel de educación superior”[5] [6].

Alieto Guadagni, Miembro de la Academia Nacional de Educación, subrayó lo lamentable de esta decisión: “Es una paradoja, porque mientras más fácil se hace el ingreso, más difícil es egresar. Es como pretender correr una maratón de 42 kilómetros sin entrenar, y la verdad es que se está frustrando el futuro de los chicos y esta ley consagra el atraso educativo de Argentina”.

Es claro que la legislación elimina la posibilidad de realizar un proceso de admisión como el tradicionalmente llevado a cabo por la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de la Plata. Por ello, la Facultad anunció a mediados de diciembre pasado la eliminación del curso ingreso, habilitando desde marzo 2016 el cursado de materias de primer año a todo aquel ingresante que se anote con este fin. A modo de ilustración, en los últimos 10 años aprobaron el curso de ingreso un promedio de 400 estudiantes sobre un total de 1.500 a 1.900 inscriptos anuales.

Frente a la nueva legislación, los representantes estudiantiles en el Consejo Directivo de la Facultad propusieron establecer un curso de nivelación de dos meses para que los alumnos ingresantes aprendiesen técnicas de estudio y comprensión de material académico. Las autoridades rechazaron la propuesta y prefirieron la eliminación total de cualquier requisito para el ingreso. Según señalamiento de la Decana Ana Lía Errecalde “en dos meses no se pueden nivelar conocimientos. No resulta útil. Para aprobar eso, preferimos dejar sin efecto los cursos”. La posición de las autoridades en el Consejo resultó triunfante al ser acompañada por los votos de los representantes de los docentes, no docentes y graduados.

Es hora de sentarnos y admitir el real problema. Los efectos de la eliminación del cepo cambiario se vieron poco menos que instantáneamente mientras que los efectos de cualquier reforma educativa tardarán varios años en percibirse. Sin embargo, el fracaso de miles de jóvenes argentinos que vegetan en universidades de las que no se graduarán es altamente costoso. El 73% de los estudiantes abandona la universidad, los jóvenes pierden años valiosos que podrían dedicar a adquirir el capital humano necesario para desenvolverse exitosamente en una infinidad de oficios requeridos por nuestra sociedad.

Una revolución educativa es factible e indispensable, pero la Declaración de Purmamarca constituye un paso gradual hacia una mejor educación en un país normal. La Argentina hoy no lo es y por ello la Declaración es insuficiente para dar inicio a la revolución educativa que deseo se encuentre en los sueños del Presidente y que podría constituir el comienzo de una Argentina muy distinta a la que hoy nos toca vivir.

Enviar al Congreso un proyecto de ley el cual modifique la Ley 27.204 sería un importante paso en dicha dirección.

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