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No hay excepciones. El presidente de los Estados Unidos también está sujeto a la “Ley de las consecuencias imprevistas”. Esto se hizo patente, por ejemplo, en Libia. La OTAN realizó siete mil bombardeos y provocó la destrucción del ejército de Gadafi, quien resultó ejecutado por sus enemigos. El país, totalmente caotizado, quedó, finalmente, en poder de unas bandas fanáticas que asesinaron al embajador norteamericano.
El loco criminoso de Gadafi, objetivamente, era menos malo que lo que vino después. Algo parecido sucedió con Sadam Hussein en Irak, con Mubarak en Egipto, con el Sha de Persia, con Batista en Cuba, episodios en los que, directa o indirectamente, Estados Unidos tiene una gran responsabilidad por su actuación, por abstenerse de actuar o por hacerlo tardíamente.
Le acaba de suceder a Barack Obama en Cuba. El presidente llegó risueño a La Habana, precedido por la expresión adolescente “qué volá”, algo así como “qué tal están”. Pisó la Isla ilusionado y cargado de buenas intenciones, acompañado de exitosos (ex) desterrados cubanos, también deseosos de ayudar a la patria de donde proceden, convencidos todos de la teoría simplista del “bombardeo de jamones”.
Grosso modo, quienes sostienen esa estrategia sospechan que de la penetración capitalista, del empoderamiento de la sociedad civil, y de la creación de una capa de propietarios y cuentapropistas dispuestos a defender sus intereses, eventualmente surgirá el fin progresivo y pacífico del modelo comunista. Renuncian, pues, a cualquier represalia económica o amenaza militar, confiados en que el engagement, la paulatina transformación económica de la Isla producirá los resultados que no se obtuvieron tras más de medio siglo de embargo económico y hostilidad.
Wishful thinking, dicen los gringos. Toman los deseos por realidades. Raúl y Fidel Castro son unos comunistas serios, resueltamente estalinistas, dispuestos a mantener a sangre y fuego la preponderancia económica del Estado y la exclusividad del partido Comunista al frente del país, mientras sostienen la firme creencia en que Washington es el enemigo contra el que hay que luchar hasta la muerte.
Por eso respaldan a capa y espada a Nicolás Maduro, le envían armas a Corea del Norte, abrazan a Irán y a los terroristas del Medio Oriente, y les dan toda su solidaridad a los narcoguerilleros de las FARC. Para el gobierno cubano es obvio quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos. Ni vacilan, ni se equivocan, ni se someten a los prejuicios pequeño-burgueses de quienes postulan los derechos humanos.
Como señaló M. Claver-Carone en CapitolHillsCubans, lo primero que hicieron fue agregar el delito de “acumulación de riquezas” a las prohibiciones a los cuentapropistas cubanos, anatema que se suma a la ya existente imposibilidad de “acumular propiedades”. Ellos conocen perfectamente la estrategia del “bombardeo de jamones” y no se van dejar sorprender por las tácticas “groseramente materialistas” de sus adversarios capitalistas.
Para los Castro, y para los militares que mandan en esa dinastía inflexible, el débil tejido económico privado, vigilado muy de cerca por la contrainteligencia, trenzado con actividades menores de servicio (pequeñas hospederías domésticas, restaurantes caseros, sudorosos bicitaxis, y un ridículo etcétera que incluye el forrado de botones y el permiso para actuar como payasos en las fiestas infantiles), tiene la función de pagar impuestos, absorber la mano de obra que no cabe en las grandes empresas públicas, aliviar las deficiencias de un sistema asombrosamente torpe, y dotar al régimen de la estabilidad que proporciona contar con una capa de microempresarios decididos a que no ocurra nada que ponga en peligro sus magros privilegios.
A los pocos días del viaje de Obama, el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba le respondió con firmeza y unanimidad al presidente norteamericano. Raúl Castro, junto a otros octogenarios, fueron ratificado en sus cargos con el 100% de los votos. Lo mismo sucedió con todos los miembros del Buró Político y del Comité Central. Quienes esperaban alguna señal de apertura, de pluralismo y de transmisión de la autoridad a las nuevas generaciones, algún síntoma de tolerancia hacia otras voces, no los obtuvieron.
La guinda al pastel fue el delirante discurso de Fidel. Tras repetir, por enésima vez, que es comunista desde los 20 años –la única verdad manifiestamente comprobable que ha dicho en su existencia–, comenzó a desvariar sobre los dinosaurios y sobre el fin cósmico de la vida sobre el planeta.
Una posibilidad que lo aterra, no porque esté preocupado por la especie humana, a la que ha mortificado sin compasión por más de cinco décadas, sino porque le irrita, aunque no lo diga a las claras, que en algún momento futuro, su biografía, como la de todos, quedará borrada en medio de un torbellino de polvo estelar, acaso cuando el sol se apague dentro de millones de años y el universo quede en silencio. Menudo narcisista.
Es una lástima que Barack Obama, los (ex) desterrados cubanos, y esos diplomáticos, académicos y periodistas como el señor Ernesto Londoño de The New York Times, convencidos de las virtudes de la estrategia de “bombardear con jamones”, ignoren el poder de las ideologías, por muy absurdas y contraproducentes que sean, y no respeten la determinación homicida de unos encarnizados enemigos que llevan en el poder casi 60 años aterrorizando a la población interior e intimidando a sus adversarios exteriores.
Las “consecuencias imprevistas” no se han hecho esperar. El régimen de los Castro Ya expulsó de su cátedra al profesor Omar Everleny, un economista marxista sorprendentemente razonable y dialogante. La dictadura se prepara para apretar las clavijas. Redoblará la vigilancia. Machacará con más saña a la oposición (ya lo está haciendo). Desangrará económicamente a los cuentapropistas y les demostrará a Obama y a sus amigos que ellos son unos estalinistas convencidos y consecuentes dispuestos a matar o morir en defensa de sus ideas y no unos idiotas que se succionan el pulgar. A ver si se enteran.