Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso
Numerosos españoles se equivocan. Las elecciones del 26 de junio no son entre la izquierda la derecha y el centro. Eso tendría una importancia relativa. Tampoco entre quienes deben pagar la factura del gasto social o quienes son más o menos escrupulosos en los manejos del dinero público. Esos son asuntos importantes, pero no decisivos. Lo que está en disputa en los próximos comicios es el modelo de Estado.
Hay muchos españoles prosistema. ¿Cuál sistema? Obvio: la democracia liberal. Aunque a veces algunos violen sus propias normas y terminen en los tribunales, la mayor parte cree en la superioridad de la democracia representativa, la separación de poderes, el mercado, la propiedad privada de los medios de producción, el respeto por los Derechos Humanos, los gobiernos limitados y transparentes, y la subordinación de todos a una ley escrita que no distingue entre personas porque todos somos iguales ante ella.
Ese es el sistema trabajosamente construido en Occidente a lo largo de más de dos siglos, al que se debe el desarrollo y la (desigual) prosperidad de los treinta países mejor gobernados del planeta.
Entre esos españoles están, junto a otros, los conservadores del Partido Popular (PP), los socialdemócratas del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), los liberales de Ciudadanos, e incluso los independentistas catalanes de Convergencia y del Partido Nacionalista Vasco (PNV), compañeros de ruta en el Parlamento de los grandes partidos estatales, unas veces junto a los socialdemócratas y otras adheridos a los conservadores para poder formar gobierno.
Aunque sostienen que existen marcadas diferencias entre ellos, y las hay, en realidad los separan algunas medidas de gobierno, casi siempre reformables o revocables. Por eso ha sido suave y sin graves accidentes el tránsito de Adolfo Suárez a Leopoldo Calvo-Sotelo, a Felipe González, a José María Aznar, a José Luis Rodríguez-Zapatero y a Mariano Rajoy. Cambiaba la gerencia, no el Estado.
De ahí que algunas naciones, cobijadas bajo el manto de la democracia liberal, han podido transitar flexiblemente, sin violencia, de Estados socialdemócratas a una variante liberal con predominio de la empresa privada o viceversa.
Ocurrió en el Reino Unido tras la elección de Margaret Thatcher en 1979, quien le puso fin a la deriva estatista impuesta por los laboristas desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Se vio en Israel, a partir de la década de los ochenta, tras la entronización del Likud y el debilitamiento de los orígenes marxistas democráticos del Mapai, la Histadrut y los laboristas.
Sucedió en Suecia desde los años noventa, cuando, tras varias décadas de gobiernos socialdemócratas, hizo crisis el Estado de Bienestar ahogado por el peso de los impuestos, el dirigismo estatista y la ausencia de mercado, excesos que comenzó a corregir el conservador-liberal Carl Bildt en 1991-1994 mediante una reforma que todavía continúa.
Sin embargo, hay otros españoles antisistema. Son antimercado. Se autodenominan anticapitalistas. Están convencidos de la supremacía moral y práctica de la democracia directa y de la conveniencia de un Estado fuerte que subsuma todos los poderes, como Lenin prescribía. Esa mamarrachada de la justicia o un parlamento independientes les parece un subterfugio de la clase explotadora.
Se sienten capaces de planificar y dirigir la economía. Les resulta peligroso y contraproducente que los medios de producción estén en codiciosas manos privadas, o que la sociedad rija sus transacciones por la oferta y la demanda, cuando deben ser gobernadas por burócratas omnipotentes que saben mejor que el mercado lo que debe producirse, el precio de los bienes y los servicios, o lo que es justo asignársele a cada cual.
La llegada al gobierno de los comunistas no es el principio de una nueva administración, sino el inicio (creen) de una era definitiva que le traerá la felicidad a la especie, aunque en el camino se produzcan numerosas víctimas y ocurran percances tan sangrientos como inevitables. Más de cien millones murieron violentamente durante la fallida creación de las sociedades marxistas-leninistas, según la luctuosa contabilidad de El libro negro del comunismo.
Ese tipo de gobierno es el que preconiza Unidos Podemos. El que fracasó en la URSS y sus satélites, se desvanece cruel y lentamente en Cuba, se mantiene en Corea del Norte a sangre y fuego, se intenta en Venezuela contra todo vestigio de sentido común y se convirtió en fascismo capitalista en China y Vietnam.
Ése es el modelo de Estado en el que creen Pablo Iglesias y Alberto Garzón. Son orgullosamente comunistas aunque, en un alarde de oportunismo leninista, profundamente inmoral, Iglesias se declare socialdemócrata. Cualquier ardid es legítimo con tal de privar del poder a los enemigos de la burguesía e iniciar la revolución. Ya habrá tiempo de explicar que las caretas y los disfraces son necesarios. En política, según los comunistas, el sistema bien vale una misa.