Sucesivos episodios nos han demostrado que la corrupción mata. Once, Crogmanon, Castelar, las rutas precarias, el colapso energético han generado muertos y heridos por doquier. El fallo del Estado es indiscutible.
Promesas electorales, concepciones populistas y la falsa promesa que el Estado todo lo puede han generado un sistema de subsidios cruzados, partidas presupuestarias, sobreprecios, ocultamientos y favores que conforman una maraña de corrupción que todos los días nos sorprende e indigna. Pudieron robar porque nos sedujeron con la gratuidad.
Quizás la madre de todos los males sea una demanda de gratuidad por parte de la población y una oferta de “Estado presente” por parte de la corporación política. La demanda de bienes y servicios gratuitos deriva del falso concepto que “las cosas no cuestan” o del inmoral principio por el cual “las cosas las debe pagar otro”. Ambos asertos, además de falsos, son muy graves para una sociedad.
Las cosas cuestan. Los bienes y servicios económicos (a diferencia de los bienes superabundantes como el aire) son escasos en relación a sus necesidades. Por tanto tienen precios superiores a cero. Para producirlos hay que incurrir en costos. Dado que tienen valor en el mercado, o lo que es lo mismo dado que los consumidores los valoran, resulta necesario incurrir en costos para producirlos. Cuestan porque valen.
La gratuidad generó exceso de demanda y restricción de la oferta. Simple, consumimos sin mirar el precio y no producimos nada porque no vemos ningún precio. Desde los primeros mercados de Babilonia que la reacción es la misma. Sin precio no hay oferta.
La única forma de incentivar la producción es que sea un negocio rentable. Lo lamento. Bienvenidos a la realidad. No caben en este análisis consideraciones políticas, religiosas, metafísicas o directamente chamuyeras como la del juez Arias de La Plata. “Para considerar las tarifas hay que considerar los derechos”. Amén. Eso pertenece a la religión o al tarotismo, no a la economía, que es la única ciencia relevante para el caso considerado.
Si queremos gas tenemos que pagar por él. ¿Cuánto? Lo que diga el sistema de precios, los precios de mercado. ¿Es lindo? ¿Es lo que queremos, pagar por el gas? No es la pregunta relevante. La cuestión es que la realidad indica que si queremos un producto tenemos que ir al mercado y pagar por él.
Esta es la realidad que el kirchnerismo escondió mediante pagos indirectos. En rigor, siempre se pagó el gas, siempre los consumidores pusieron plata para obtenerlo. No en forma directa pues el kirchnerismo fue cobarde y mentiroso. Los consumidores pagaron por el gas de la forma más cara y cruel. Con inflación, con los costos de las restricciones, mediante impuestos, y mediante la descapitalización.
Nos comimos todo el gas. Pagamos con la factura tapada. Para que no nos demos cuenta. Hasta que un día, no quedó nada.
Según el ministro Juan José Aranguren con los tarifazos y la suavización anunciada ayer solo se logrará cubrir el 75% del costo de la provisión del gas. Aun así, “haciendo todo bien, dejaremos de importar gas en barco (que es el más costoso) hacia el año 2021 o 2022”. Quiere decir que los argentinos tendremos que esperar hasta después del Mundial de Qatar para volver a la situación de gas previa al Kichnerismo. Tal es la magnitud de la tragedia de gestión kirchnerista.
Es posible que el legado conceptual (el culto a la gratuidad) haya sido aún más gravoso que la corrupción escandalosa.
La política pública prevé mecanismos de subsidios y contención para los casos más angustiantes. Pero debemos asumir que tras la imagen de un jubilado que genuinamente no puede pagar y merece un subsidio de tarifa social hay un tsunami de demanda de gratuidad injusta e insostenible.
El kirchnerismo ha demostrado acabadamente que la corrupción mata. Ahora empezamos a comprender que la gratuidad corrompe. La herencia conceptual es la más grave de todas las bombas. Y sigue estallando.