Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
El ministro de Educación Esteban Bullrich hizo pública una lapidaria verdad: “la mitad de la adolescencia del país, o bien no cursa el nivel secundario, o bien abandona los estudios medios en forma temprana. Sólo 1 de cada 10 jóvenes concluye los estudios universitarios y sólo 1 de cada 100 proviene de los sectores más pobres”.
Es claro que nuestra sociedad enfrenta una pesada herencia educativa. Levantar el cepo cambiario, retornar al mundo luego del acuerdo de la deuda, constituyen medidas propias de un equipo económico técnicamente calificado.
Llevar a cabo una verdadera revolución educativa requiere más que un equipo técnicamente calificado. Es claro que el ministro sólo no puede hacerlo, nadie podría. Es necesario que la sociedad tome conciencia del estado de la educación argentina y apoye reformas cuyos frutos, a diferencia del levantamiento del cepo cambiario, se habrán de ver luego de años.
Por ello es imprescindible que los padres admitan la realidad educativa que viven sus hijos y reaccionen. Sin embargo no hay manifestaciones de padres exigiendo otra educación para sus hijos; es más, muchos padres piensan que la educación en la Argentina no es buena, pero sí lo es la del colegio a la que concurren sus hijos.
La emergencia educativa es mucho grave que la energética. No hace falta que hablemos de las evaluaciones PISA; a muestra de ejemplo nos sirve un botón: el Nacional Buenos Aires, nave insignia de la educación Argentina llevaba, al 9 de mayo, 22 días de clase y 15 de paro. Dentro de la tristeza de conocer esta realidad, veo con optimismo que la misma movilizó a los padres y eso es muy bueno.
¿Cómo despertar a los padres? ¿Cómo devolverles el protagonismo que nunca debieron perder? Esta nota propone una estrategia sencilla para lograrlo: terminar con un gran secreto.
Nada facilitaría más la tarea de quien es el más importante ministro del gabinete nacional que el apoyo de la sociedad a reformas que son imprescindibles y que sólo se podrán realizar si los padres las exigen. Nada le otorgaría más poder que la sana indignación de muchos padres al conocer los resultados de las escuelas a las que concurren sus hijos. Nada facilitaría más su labor, para enfrentar la pesada herencia recibida, que terminar con el secreto que impide a quienes podrían ser sus principales aliados alinearse con la causa.
A principios de mayo, la gobernadora de la Provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, hizo público que el 18 y 19 de octubre se realizarán evaluaciones de lengua y matemática a 700.000 alumnos, alrededor de un tercio de los matriculados en las escuelas primarias y secundarias del ámbito público y privado en la provincia. Las evaluaciones serán anónimas, lo cual permitirá conocer el nivel de conocimiento promedio de cada escuela, preservando la privacidad de los alumnos.
La medida no puede ser más auspiciosa, como bien señala la gobernadora: “Es necesario evaluar para saber qué tenemos que mejorar”. Sin embargo, también remarcó: “para mí, como mamá, la evaluación es orientadora porque me permite saber cómo está mi hijo en relación con lo que se enseña”, lo cual no es posible en virtud del artículo 97, de la Ley 26.206 de Educación Nacional.
Es necesario que los padres admitan la realidad y reaccionen. Con dicho fin las evaluaciones educativas son un elemento crucial, pero los resultados comparativos a nivel de escuela deben ser de conocimiento de los padres. Su indignación le daría al Gobierno el apoyo sin el cual es imposible llevar a cabo una real revolución educativa.
Por ello, es imprescindible la modificación del artículo 97 de la ley 26.206, dado que el mismo establece que: “[…] La política de difusión de la información sobre los resultados de las evaluaciones resguardará la identidad de los/as alumnos/as, docentes e instituciones educativas, a fin de evitar cualquier forma de estigmatización, en el marco de la legislación vigente en la materia”.
Veinte años atrás, en 1995, el Instituto Smithsoniano le realizó una entrevista a Steve Jobs, en la cual se definió como un gran creyente en la igualdad de oportunidades, en oposición a la igualdad de resultados: “Yo no creo en la igualdad de resultados, porque por desgracia la vida no es así. Sería un lugar muy aburrido si lo fuera. Pero realmente creo en la igualdad de oportunidades. La igualdad de oportunidades para mí más que nada significa una gran educación”.
En su opinión, los padres de los estudiantes, reales clientes del sistema educativo, habían dejado de prestar atención al servicio provisto por las escuelas conforme las mismas se fueron burocratizando y los padres tuvieron cada vez un rol menor. La consecuencia la consideraba paralela a lo que sucede cuando los clientes dejan de prestar atención al bien o servicio que adquieren a un monopolista: la calidad deja de ser buena. Explicaba Steve Jobs que cuando los padres envían sus hijos a la escuela pública no sienten que están gastando su dinero. Los padres no realizan una comparación entre escuelas pues para muchos padres, dada sus posibilidades económicas, la escuela pública de su barrio es la única alternativa para la educación de sus hijos.
Al impedir la publicidad de los resultados de cada colegio lo que se está haciendo es sustraer del debate público el elemento de juicio principal para saber si el actual sistema educativo satisface la principal inquietud de cualquier padre: que sus hijos aprendan en el colegio al cual concurren. Por supuesto, también priva de información valiosa a la hora de decidir a qué escuela enviar a sus hijos a aquellos padres para quienes sus posibilidades económicas no convierten a la educación pública en la única alternativa factible.
No es posible llevar a cabo una revolución educativa sin el apoyo y la participación activa de los padres, el hacer público el resultado a nivel escuela de las evaluaciones despertaría a muchos padres, les haría ver la verdad, los indignaría y los haría reaccionar.
Por eso la revolución educativa debe comenzar en el Congreso no en las aulas. Muchos maestros son tan víctimas del sistema como los alumnos y arriesgan hasta su integridad física para educar a nuestros hijos. Modificar el artículo 97 de la Ley 26.006 es imprescindible. El gran secreto debe terminar.
Esta nota es una versión en español, editada y extendida, de mi columna de opinión publicada en Buenos Aires Herald el 12 de Junio de 2016.