La escolaridad a los tres años, otra paradigma educativo es posible

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

Nota escrita en colaboración con Agustín Etchebarne

INFOBAE – La decisión del Gobierno nacional de enviar al Congreso un proyecto de ley que establece la obligatoriedad de la escolaridad a partir de los tres años es una iniciativa plausible. El ministro de Educación Esteban Bullrich afirmó al respecto: “Garantiza que todos lleguen al primer grado en igualdad de oportunidades”. Agregó: “Como nos comprometimos en la campaña, estamos lanzando el proyecto de escolaridad de tres años y para eso hace falta construir tres mil jardines de infantes en todo el país”.

Señala Bullrich: “Hay distintos estudios que marcan que el inicio desde los tres años de la educación mejora los resultados académicos de los niños y las niñas que pueden acceder”, y añadió: “Estamos trabajando mucho en la calidad educativa, en la capacidad de aprendizaje, y para eso también es importante la estimulación temprana, sobre todo en las zonas más marginales”. Es claro que tiene razón. La estimulación temprana es fundamental, como lo demuestran, por ejemplo, las seminales contribuciones de James Heckman, Premio Nobel de Economía 2000.

Sin embargo, es claro que la instrumentación propuesta por el Gobierno no garantiza la igualdad de oportunidades, de la misma forma que nuestro sistema educativo en su conjunto tampoco logra garantizarla.

Una cuestión de hecho es que si un padre desea que su hijo concurra a un jardín de infantes privado, no podrá utilizar para ello el costo de educar a su hijo en uno público, sino que deberá pagar además el precio del jardín privado. Ello convierte, para muchos padres, a los jardines públicos en la única alternativa factible para la educación inicial de sus hijos. ¡Un real monopolio!

Por eso, la obligatoriedad del inicio de la escolaridad en la sala de tres años nos brinda la oportunidad de llevar a cabo una valiosa experiencia piloto: entregar a todo padre de un niño de tres años un bono por un valor que no podría superar el costo de su educación en un jardín de infantes público del distrito de residencia de la familia. Dicho bono únicamente podría ser utilizado para abonar la educación del niño en el jardín que elijan los padres, ya sea público o privado.

El Estado establecería los estándares requeridos para que una institución califique para el programa y funcionaría como organismo de contralor frente al cual los jardines presentarían los bonos recibidos para obtener, a cambio, el subsidio correspondiente.

Una reforma como la propuesta facilitaría la instrumentación del inicio de la educación de los niños a los tres años, pues requeriría que el Gobierno construyera muchos menos jardines que los tres mil estimados para escolarizar a quienes hoy no tienen acceso.

La idea es simple: el Estado subsidiaría a la educación inicial de los niños de tres años, pero los recursos no se asignarían a la oferta —los jardines—, sino a la demanda —los padres de los alumnos. La diferencia no es menor. Un sistema como el propuesto cambiaría la relación entre los padres y los jardines. Al poder elegir a qué jardín enviar a sus hijos, los padres comenzarían a percibirlos como proveedores de un servicio, la educación, y estarían en una mejor posición para demandar la excelencia.

El sistema no atentaría contra la educación pública, sino todo lo contrario. Ninguna familia estaría obligada a no enviar a sus hijos a un jardín público; de hacerlo es porque opina que la alternativa privada elegida provee mejores servicios educativos, o una formación inicial más adecuada para las necesidades, los gustos o las aptitudes de sus hijos.

Nadie podría estar peor por tener la posibilidad de elegir. Todo padre de una familia carenciada que desease optar por un jardín distinto para sus hijos, al que hoy no tiene acceso por sus restricciones económicas, podría hacerlo; de preferir que concurriesen a un jardín de infantes público, también podría hacerlo.

¿Qué excusa hay entonces para cercenarles a los padres el derecho de decidir qué tipo de educación es la mejor para sus hijos? ¿Qué excusa hay para dejar en manos de burócratas una decisión que debería competir tan sólo a las familias, independientemente de sus posibilidades económicas?

A nuestro entender, ninguna. Por ello, la obligatoriedad del inicio de la educación de los niños a los tres años constituye una posibilidad ideal para realizar una experiencia piloto como la que proponemos. No dudamos de que su éxito constituiría una fuerte evidencia en pos de su extensión al resto de la educación obligatoria.

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