Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
INFOBAE – En febrero, Esteban Bullrich, junto a todos los ministros de Educación de las provincias, firmó la Declaración de Purmamarca, que traza los ejes de la revolución educativa que el Gobierno planea llevar a cabo.
Uno de ellos lo constituye la obligatoriedad del nivel inicial a partir de los tres años. Al respecto, el presidente Mauricio Macri, durante un acto llevado a cabo en la localidad pampeana de Ingeniero Luiggi, el 10 de mayo, destacó la decisión y señaló: “Está comprobado en el mundo que los chicos que tienen la oportunidad de ir a un jardín de infantes tienen más posibilidades de terminar el secundario y eso es justicia social, equidad y por eso trabajaremos en este sentido, porque hoy en la Argentina hay 600 mil niños que no tienen acceso a un jardín de infantes de tres años, por eso queremos construir 3 mil, de los cuales 150 construiremos este año”.
No existe duda alguna de que tiene razón. La estimulación temprana es fundamental, como lo demuestran, por ejemplo, las seminales contribuciones de James Heckman, Premio Nobel de Economía 2000. Sin embargo, la instrumentación propuesta no es gratis; nada lo es, a pesar de que los padres no sean conscientes de ello.
En este caso, el costo relevante no es solamente el de construir tres mil jardines de infantes. Con base en la información provista por los pliegos de las licitaciones llevadas a cabo para construir los primeros 124 establecimientos, cada escuela representaría en promedio 14.519.070 pesos. Es decir, se llega a alrededor de 43,5 billones de pesos para la potencial construcción de los tres mil jardines. A ello es necesario sumar los gastos de operación, que superarán con creces los costos de construcción.
Pero enfrentamos un real problema, y el ministro Bullrich no pudo haber sido más preciso al afirmarlo, en el 150 aniversario de la Sociedad Rural Argentina: “Hay una enorme desigualdad en nuestro país, que no se va a terminar si no eliminamos la desigualdad educativa”. Probablemente la iniciativa de construir tres mil jardines no contribuirá significativamente a dicho fin.
¿Cómo lograrlo sin atraer a la profesión a un gran número de calificados graduados de la escuela secundaria que elijan la carrera docente a este nivel? Ello será más dificultoso y su capacitación demandará mucho más tiempo que la construcción de los jardines, sin considerar siquiera su costo.
Es factible llevar a cabo la plausible iniciativa del Gobierno, pero construyendo muchos menos jardines y requiriendo muchos menos nuevos docentes, lo que, más allá de reducir los costos, facilitaría considerablemente la instrumentación de un proyecto de gran impacto y justicia social.
Entreguemos a los padres de los 600 mil niños de tres años no escolarizados un bono por un valor que no supere el costo de su educación en un jardín de infantes público del distrito de residencia de la familia. Dicho bono únicamente podría ser utilizado para abonar su educación en el jardín que elijan los padres, ya sea público o privado. Es claro que, en zonas de baja densidad de población, el jardín público sería la única alternativa, pero no así en las grandes ciudades.
Un esquema como el propuesto facilitaría la instrumentación del proyecto, reduciría considerablemente el costo de llevarlo a cabo y operarlo, y ahorraría un tiempo valioso para muchos niños que hoy no acceden a la educación temprana y no pueden esperar a que se construyan tres mil jardines y se entrene a los nuevos docentes.
Nada es gratis, la construcción y la operación de los establecimientos, tampoco. Por ello, si bien el proyecto no puede ser más apropiado en dirección a igualar oportunidades independientemente de la cuna, su instrumentación no es adecuada.
Vale la pena pensarlo. No estoy inventando la rueda; Holanda y Suecia basan sus sistemas educativos en la lógica de la que se deriva la propuesta de esta columna