Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.
CLARÍN – La decisión del presidente Mauricio Macri de enviar al Congreso un proyecto de ley que establece la obligatoriedad de la escolaridad a partir de los tres años es una iniciativa relevante. Al respecto, el ministro de Educación Esteban Bullrich afirmó que “hay distintos estudios que marcan que el inicio desde los tres años de la educación mejora los resultados académicos de los niños que pueden acceder” y añadió: “estamos trabajando mucho en la capacidad de aprendizaje, y para eso es importante la estimulación temprana, sobre todo en las zonas más marginales”. Por supuesto, tiene razón; miles de niños cambiarán su destino de efectivizarse este proyecto de ley.
Sin embargo, como bien señala el Dr. Abel Albino, probablemente el más incansable batallador en nuestro país de la lucha contra la desnutrición infantil, “para tener educación hay que tener cerebro. El 80% del cerebro se forma en el primer año de vida. Crece un centímetro por mes. La formación del sistema nervioso central está determinada en los primeros dos años de vida. Si durante este lapso el niño no recibe la alimentación y estimulación necesarias se detendrá el crecimiento cerebral y el mismo no se desarrollará normalmente, afectando su coeficiente intelectual y capacidad de aprendizaje”.
Establecer la obligatoriedad de la sala de tres años es un paso notable. Pero enseñar a un niño mal alimentado en sus primeros dos años de vida es como sembrar en el desierto. No es imposible, pero es mucho más caro y los recursos son escasos.
Nada es gratis y el presupuesto debe asignarse a las áreas de mayor impacto social. ¿Qué política es más inclusiva? ¿Dedicar un mayor presupuesto a asegurar una adecuada nutrición a todo niño durante sus primeros dos años de vida o mantener la gratuidad y el ingreso irrestricto a la Universidad, con los costos que ello implica, subsidiando a muchos alumnos que cursaron su escolaridad obligatoria en escuelas privadas? ¿No sería mucho más inclusivo becar a aquellos jóvenes que lo requieran y cuyo rendimiento así lo amerite? Yo creo que sí. Un niño desnutrido en sus primeros años de vida casi con certeza no accederá a la Universidad. ¿Es justo que no tenga la oportunidad de hacerlo por el sólo hecho de haber nacido en un hogar humilde?
Nada es gratis, la educación universitaria tampoco lo es, y el ingreso irrestricto y la gratuidad para aquellos que pueden pagar sus estudios impide asignar dichos recursos a otros fines, como el enfrentar la desnutrición infantil.
Planteo un tema tan políticamente incorrecto que ni siquiera se menciona en la discusión, pero es necesario ponerlo sobre la mesa. No se trata de falta de solidaridad con quienes desean concurrir a la universidad. Sencillamente propongo asignar recursos escasos a la política educativa más inclusiva que el país puede llevar a cabo: pan y cerebro, lo cual permitiría que muchos niños ingresen a la sala de tres años en una mayor igualdad de oportunidades y no con un cerebro incapaz de asimilar conocimientos.