Consejero Académico de Libertad y Progreso
Desde 1979, cuando fue “Construir en libertad”, ningún congreso del PSOE ha incluido en su lema la palabra “libertad”. Asimismo, el verbo “construir” sugiere el gran objetivo socialista desde la Undécima Tesis sobre Feuerbach: cambiar la sociedad. Pero eso no es aconsejar que cambiemos cada uno libremente, sino decidir un cambio en instancias políticas y legislativas, y a continuación imponerlo por la fuerza a toda la sociedad.
Por eso los estatistas de todos los partidos se esfuerzan en legitimar las agresiones contra los derechos de las personas. Un argumento clásico es: “lo hacemos por vuestro bien”. La coacción por motivos de salud es un ejemplo característico. Así, la izquierda ha encabezado las campañas que han dificultado cada vez más que los trabajadores fumen, algo que sí podían hacer durante el franquismo.
No vale esa comparación, se me dirá, porque el franquismo era una dictadura, y además el tabaco mata. Veamos. Una cosa es una dictadura y otra cosa es la fantasía de que si hay democracia entonces no se ejerce la coacción de manera masiva contra la población. La verdad, sin embargo, es que las dictaduras pueden mantener algunos espacios de libertad que las democracias pueden quebrantar. Por ejemplo, quien oprimió más a los trabajadores con impuestos no fue el franquismo sino la democracia.
El otro argumento parece sólido: el tabaco es malo, con lo que no tiene sentido permitirlo. Pero, en realidad, esta lógica puede ser peligrosamente omnicomprensiva, como intuyó el liberal inglés N. W. Senior a comienzos del siglo XIX: si el Estado sabe que algo es malo ¿por qué no lo va a prohibir? Y si sabe que algo es bueno ¿por qué no lo va a imponer?
No abundaré ahora en los matices que tiene todo esto, por ejemplo, la cuestión de los impuestos, el enorme campo que brinda a los grupos de presión que viven de la coerción oficial, o las exageradas cifras que se dieron sobre los llamados “fumadores pasivos”, para subrayar falazmente lo que los economistas llamamos “externalidades negativas”. Me limitaré sólo a dos consideraciones.
La primera es la ignorancia sobre la eficacia de las intervenciones y sus consecuencias. Incluso aunque admitamos que el tabaco es malo y que conviene prohibirlo porque así desaparece un mal, habremos de reconocer que la prohibición de las drogas, otro mal igual o mayor, no sólo no ha acabado con las drogas sino que ha generado o promovido múltiples consecuencias no previstas ni deseadas, como la corrupción y las mafias del narcotráfico.
La segunda es una cuestión de principios. Si el Estado realmente puede prohibir lo que está mal e imponer lo que está bien, la noción sobre los frenos al poder se desvanece, y encima con una impecable justificación democrática: como la mayoría elije, entonces el Estado puede arrasar con los derechos de las minorías. Habrá que recordar una vez más que la libertad no depende de la forma del poder sino de sus límites.