Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
A la economía argentina le está costando despertarse del letargo al que la condenó una década de populismo. El gobierno, sin mayoría en el Congreso y al frente de una coalición frágil, considera que no tiene suficiente apoyo político para encarar las reformas estructurales que permitirían despertarla y echarla a andar. Por lo tanto, por ahora, se limita a intentar despabilarla con suaves palmadas con la esperanza de que eso le permita consolidar su poder en las elecciones del año que viene.
Esta política no parece estar dando los resultados esperados y las críticas son cada vez más fuertes. Por un lado la izquierda “progre” (más apropiado sería llamarla “deca” por que lo propone en realidad es más decadencia) vocifera contra el ajuste salvaje orquestado por los CEOs del PRO. Por el otro, los liberales se quejan de que el gobierno aplica la misma política económica del kirchnerismo, aunque reconocen que con más profesionalismo y mejores modales, y advierten que el país se encamina hacia otra crisis. El peronismo, que es el actor clave de la política argentina, por ahora está más preocupado en estrechar filas y unificar su discurso.
En la mitología griega Escila y Caribdis eran dos monstruos que situados en orillas opuestas de un estrecho canal, amenazaban a los desafortunados navegantes que debían atravesarlo. En parecidas circunstancias se encuentra el gobierno. Evitar un monstruo (perder las elecciones de 2017) puede significar caer en las garras del otro (una nueva crisis externa). Cualquiera de estos escenarios pondría un fin prematuro a esta nueva oportunidad que se presentó en noviembre del año pasado de salir de la farsa a la que Perón condenó a la Argentina hace 70 años.
Esa farsa consiste en creer que podemos vivir más allá de nuestras posibilidades, ignorando la inevitable restricción presupuestaria de cualquier existencia humana. Para el populismo todo es posible (y fácil). Esta ha sido y seguirá siendo su plataforma. Hacerla viable para quienes lo votan necesariamente requiere expoliar a grupos o sectores con poco peso electoral. Históricamente las víctimas han sido el agro y los ahorristas nacionales y extranjeros. Pero como programa económico tiene un horizonte muy limitado ya que ambos grupos han desarrollado estrategias de auto defensa (fuga de capitales, evasión impositiva, etc.). Los ciclos de expansión y crisis de la economía argentina han reflejado esta puja subyacente. Al final, quien pagó el costo de poner recurrentemente en escena esta farsa fue el pueblo argentino, que en los últimos setenta años sufrió una caída en sus niveles de ingresos absolutamente inédita a nivel mundial.
Parte del problema es la incapacidad colectiva de los argentinos de transformar la experiencia en aprendizaje. El déjà vu es una constante en nuestra evolución. Si no queremos desperdiciar esta nueva oportunidad debemos aprender de los errores del pasado.
Desde el punto de vista económico la situación que heredó el gobierno actual es similar a la que enfrentó la última dictadura militar en marzo de 1976: recesión, alta inflación, gasto público impagable, déficit fiscal, ineficiencia económica, desajuste de precios relativos, aislamiento comercial y baja productividad. Es cierto que ya no existen SEGBA, EnTel, OSN, Somisa, etc y otros elefantes blancos. Sin embargo, aunque los servicios públicos hoy están mayormente en manos privadas, con la actual estructura tarifaria no son viables, por lo cual, a los efectos prácticos, son empresas cuasi-estatales deficitarias.
Es necesario recordar que a pesar de su discurso privatista y liberal, el régimen militar mantuvo esencialmente el sistema estatista e intervencionista heredado del peronismo. Aunque liberó el sector financiero y abrió la economía a la competencia internacional, no redujo el gasto público ni privatizó empresa pública alguna. De hecho, durante la era Martinez de Hoz, el gasto público aumentó casi 10 puntos porcentuales en relación al PBI. Para financiar este aumento, los militares recurrieron a la banca internacional, que en ese entonces reciclaba alegremente montañas de petrodólares a tasas de interés reales negativas. La llegada de Paul Volcker a la Fed a mediados de 1979 anunció el fin de la fiesta. La crisis no tardó en llegar y contribuyó al fin del régimen militar.
“Monetarismo cum estatismo” fue como el economista cubano Armando Ribas bautizó en aquel entonces a la política económica del Proceso. Ribas advirtió correctamente cuales serían sus consecuencias inevitables: la sobrevaluación del peso, la destrucción del sector privado y una crisis externa. Sus advertencias son relevantes hoy. El problema fundamental de la inflación es que transfiere recursos del sector productivo (empresas y trabajadores del sector privado) al improductivo (el estado). Ironicamente, cualquier intento de reducirla profundizando esta transferencia tiene consecuencias nefastas para la economía. “Una política monetaria restrictiva mientras el gasto público crece tiene un efecto perverso, ya que contribuye a reducir al sector privado,” explicaba Ribas en 1981. Y si además, el déficit fiscal es financiado con endeudamiento externo, esto llevará, inevitablemente, a la sobrevaluación del peso y la suba de la tasa de interés real. Es decir, a la contracción del sector privado eficiente a costa del sector público ineficiente.
La otra cuestión que advirtió Ribas es que no se puede abrir indiscriminadamente la economía mientras que las empresas que producen bienes comercializables tengan que soportar una presión impositiva que les imposibilite competir internacionalmente. El tamaño del estado es la verdadera desventaja comparativa de la economía argentina. La combinación de monetarismo, estatismo, financiamiento externo del déficit y apertura comercial es una receta que garantiza una crisis externa.
Hoy nos encontramos ante una encrucijada parecida. El nivel actual de gasto público es inviable porque nadie está dispuesto a financiarlo. Es cierto que el mundo ayuda. Sopla un leve viento de cola similar al de los primeros años del kirchnerismo y los mercados financieros internacionales están más receptivos que nunca, con tasas de interés en los niveles más bajos de la historia. Pero esta bonanza es un arma de doble filo. La economía argentina enfrenta el mismo dilema que un alcohólico que quiere liberarse de su adicción justo cuando le regalan el whisky.
También es cierto que los inversores internacionales le han dado un voto de confianza al plan económico del gobierno. Pero no nos engañemos. Hoy seguimos pagando tres veces la prima de riesgo que paga Perú, igual que en octubre de 2015. Además, esos inversores necesitan estas altas tasas para mejorar el rendimiento de sus carteras. Como si esto fuera poco, la Fed ya ha anunciado una política monetaria más restrictiva.
Hay que ser realistas. Si los mercados perciben que la reforma del sistema económico heredado del populismo es políticamente inviable, exigirán tasas de interés crecientes y será difícil evitar otra crisis externa. Estamos en una carrera contra el tiempo que requiere no sólo una sintonía fina de la política económica y mucha cintura política, sino también una clara determinación de encarar las reformas estructurales necesarias para que la economía pueda crecer de manera sostenida.