Por Eduardo Bastitta, Gerente General de Plaza Logística
Hannah Arendt pensó que se encontraría cara a cara con el diablo cuando fue a presenciar el juicio a Adolf Eichmann, uno de los mayores responsables del genocidio perpetrado por los Nazis. Su sorpresa fue grande cuando se dio cuenta que Eichmann era, antes que nada, un burócrata que actuaba en forma irreflexiva. Hannah Arendt acuñó el término de “La Banalidad del Mal”, mediante el cual resume este riesgo inherente en el ser humano de crear sistemas que disocian causas y consecuencias convirtiendo a las personas comunes en engranajes del mal.
Salvando las enormes distancias, la banalidad del mal está presente en muchas organizaciones humanas, empezando por los regímenes políticos y económicos que concentran el poder. Los sistemas pueden configurar entidades diabólicamente brillantes que se nutren del accionar de las personas que los conforman, pero cobran una identidad propia con capacidad de tomar rumbos independientes e incluso contradictorios con los que resolvería cada una de sus partes.
Estas formas de organización masifican a la sociedad y logran la disociación de las acciones individuales de sus consecuencias y su gran dimensión les permite echar por tierra cualquier intento de confrontarlas. Son tremendamente peligrosas y pueden llegar a ser el origen de los peores dramas de la misma sociedad que las conforma, responsables de la pobreza, de la marginalidad y de la violencia. Han ocurrido muchas veces a lo largo de la historia, tomando diferentes formas y variantes y aún hoy siguen estando vigentes en una gran parte de las organizaciones humanas.
El sistema económico argentino es un ejemplo fidedigno de este problema. Estamos entrampados en un orden dominado por grandes corporaciones y por el estado, sin que exista competencia. Esto implica que no hay puja por vender más, ni por invertir y por lo tanto no puede haber crecimiento sustentable. Nuestros mercados están conformados por extremos: o se es parte de una gran compañía dominante, o se opera en la informalidad o el sometimiento. El estado y las grandes compañías cooperan entre sí para mantener el statu quo. El mecanismo de retenciones y percepciones, por medio del cual las grandes corporaciones y el estado articulan la fiscalización del resto, es sólo un ejemplo de la enorme cantidad de acuerdos en la cúpula del poder para fortalecer esta estructura de dominación.
La sana competencia y las PYMEs libres y formales no existen y no es irracional dudar de que hayan existido en algún momento de nuestra historia. Los ciudadanos, como trabajadores y consumidores, no tienen opciones para elegir, están sometidos en forma directa o indirecta a los pocos que concentran todo. Al no haber competencia, no hay libertad ni puede haber dignidad. La competencia es el fruto de un mercado con PYMEs sanas, formales, libres y con capacidad de crecer y ganar los mercados principales. Es la fuente de la demanda laboral, la única que puede darles dignidad a los trabajadores. Lo que gana un trabajador y lo que puede comprar como consumidor, no debe ser determinado por unos pocos, porque entonces el ciudadano no es libre.
Frente a esta realidad, abundan las ayudas bienintencionadas que caen en la trampa, porque terminan por ser infructuosas, o incluso pueden agravar el problema. Todo intento de balancear el poder, que implique un ataque directo contra los grandes grupos económicos, termina fortaleciéndolos en su posición dominante. Ellos pueden trasladar esos costos incrementales a las PYMEs que son proveedoras y distribuidoras, o pueden trasladarlo a sus consumidores y trabajadores, gracias a su posición de mercado. Al final, lo que ocurre es que se fortalece su posición dominante, porque frente a esa carga fiscal y regulatoria creciente, se desanima la competencia, que sería la mayor fuente de redistribución (y de preocupación para cualquier empresario). Es paradojal también, que todo intento de ayudar a los “débiles”, ya sea a las PYMEs, los trabajadores o los consumidores, va a terminar siendo capturado por quienes los someten, mientras sigan en esa posición.
La fuerza sindical es fundamental como rueda de auxilio frente a una coyuntura muy grave. Siempre es preferible que, frente a un poder concentrado, exista al menos otro que lo confronte. Pero sólo una minoría de trabajadores cuenta con el apoyo de la fuerza sindical y a largo plazo, el sindicalismo extremo desalienta la demanda laboral genuina que es la única que va a dotar al trabajador de dignidad. Como en la guerra fría, se presenta un dilema ante la necesidad de “desarmar” grandes corporaciones y gremios para dar lugar a las PYMEs en competencia, conformando una democracia de mercados que favorezca a las mayorías.
Cuando pensamos en esta trampa, podemos preguntarnos si el sistema “Somos nosotros” ó “Es él”. La primera visión nos hace culpables a todos, en mayor o menor medida. Pero creo que es justo y liberador concluir que “Es él”, es decir, que el sistema tiene un comportamiento propio, que nos lleva a ser engranajes de su maquinaria. La gran ventaja de esta visión, igualmente cierta que la primera, es que nos ayuda a evitar la búsqueda de culpables, es una oportunidad histórica para la unión frente al sistema.
Cómo resolver esta trampa resulta un misterio formidable y demuestra el grado de perfección del que goza. La solución no está al alcance de ninguno de los principales actores de la economía, ni siquiera de la cúpula del gobierno aún si tuviera las mejores intenciones. Salir de la trampa implicaría para el gobierno transitar pasos de altísimo riesgo que se contraponen con la misión inobjetable de mantener el orden y la paz. El gobierno nacional, símbolo máximo del poder en el país, es sólo un engranaje impotente frente al sistema.
¿Cómo salimos de esta situación? Tal vez la salida sea echando luz sobre lo que nos está pasando y buscando la comprensión y el encuentro de toda la sociedad. No pueden primar las diferencias cuando reconocemos que estamos entrampados. Las distancias ideológicas, partidarias y sectoriales, desaparecen frente a tamaño problema. Podemos estar mucho más cerca de lo que creemos, pero es necesaria una revelación profunda del drama que compartimos.