La especulación: un falso enemigo

Por Eric W. Grosembacher

Cada vez son más los políticos, periodistas o personalidades públicas que critican a empresarios e inversores por “especuladores”, muchas veces con el objetivo de justificar medidas absurdas para intervenir el sector privado. En estos párrafos me propongo explicar por qué dicha crítica carece de sentido.

Imaginemos un ama de casa que va a hacer sus compras mensuales. Llega al supermercado y elige los productos que desea adquirir, pero solo selecciona aquellos que sabe que están a un precio razonable y, en cambio, deja los que cree que puede conseguir más baratos en el almacén de su barrio o considera que puede prescindir. O quizás decide comprar más unidades de un producto de las que necesita este mes, porque sabe que muy probablemente luego estén más caros. De esta forma, estaría ganando plata o, en otras palabras, evitando perderla más tarde. Es una historia conocida, ¿no? Probablemente sí.

Según la definición de la Real Academia Española, la especulación es una “operación comercial que se practica con mercancías, valores o efectos públicos, con ánimo de obtener lucro”. El lector coincidirá, entonces, en que el ama de casa referida es una especuladora. De la misma forma que lo somos todos a la hora de guardar algunos dólares en el colchón, comprar un televisor en cuotas sin interés para protegernos de la inflación, o cuando queremos adquirir un bien y buscamos el precio más barato.

La especulación en sí no es otra cosa que la búsqueda de la maximización del beneficio propio, teniendo en cuenta predicciones de situaciones futuras: algo que cualquier individuo en su sano juicio realiza casi sin proponérselo. De igual manera que un individuo común y corriente especula a la hora de tomar decisiones cotidianas, un empresario o un inversor deben hacerlo al tomar las suyas en negocios.

Uno de los argumentos que más resuenan contra los especuladores es que “toman provecho” de situaciones en las que, por ejemplo, un individuo estará dispuesto a pagar una cantidad de dinero mayor de lo normal por una necesidad circunstancial, un prestatario está dispuesto a pagar un interés elevado para tomar un crédito, o una empresa debe liquidar sus acciones a un bajo precio.

Lo primero que hay que aclarar, para cualquiera de los tres ejemplos, es que el mercado es un proceso que en condiciones óptimas de competencia libre permite satisfacer los deseos de todos a través de la maximización de beneficios. Esto implica que un comerciante que no logra minimizar sus costos y maximizar sus ingresos es un comerciante que a la larga fracasa, simplemente porque hay otros competidores esperando por sus clientes. Los clientes, a su vez, se inclinarán por quien mejor sepa satisfacer sus necesidades. En este sentido, la especulación es parte del proceso natural del mercado.

En segundo lugar, se debe comprender que el precio de un producto es el resultado de un proceso de interacción entre vendedores (oferta) y compradores (demanda). De esta manera, si el precio de un bien es demasiado alto, la escasez de compras obligará al vendedor a bajar el precio hasta el punto en que pueda vender la cantidad exacta de productos que tiene a la venta (precio de equilibrio); o deberá subir el precio si hay un exceso de demanda. Sin duda habrá quienes argumenten que, a pesar de esto, es moralmente incorrecto un precio alto, ya que debe estar al alcance de todos. Mi respuesta a ellos es que un precio menor al de equilibrio implicaría (a) un sistema ineficiente donde habrá compradores que no obtengan lo que desean (se agotaría rápidamente el stock) y (b) que los vendedores terminen en una situación desfavorecida con respecto a su competencia. Además, si lo que se desea es favorecer a la equidad social, un precio bajo no es garantía de ello, puesto que también se estaría favoreciendo a individuos de altos ingresos que adquieran el producto. Si los vendedores desean realizar acciones de caridad, pueden hacerlo luego de maximizar sus beneficios ayudando a individuos de, por ejemplo, barrios carenciados. Así se asegurarían de que su ayuda llegue a quienes realmente la necesitan.

Lo mismo aplica para cualquier otro tipo de inversores: realizan sus operaciones observando decenas de variables del mercado (dólar, inflación, inflación esperada, etc.) siempre con la mira puesta en obtener el mayor beneficio posible (es decir, especulando). En economía, si uno renuncia a una ganancia, esta es entendida como pérdida, simplemente porque se pierde la oportunidad de disponer de ese dinero.

En definitiva, no es concebible una economía donde los agentes no especulen si quieren maximizar sus beneficios, dado que sería un comportamiento irracional que además resultaría ineficiente a la hora de asignar recursos. Es momento de erradicar la palabra “especulación” de los discursos políticos y de la opinión pública, entendiendo que es un proceso inherente al comportamiento humano que no implica egoísmo sino racionalidad. Si lo que deseamos es alcanzar una sociedad más justa y desarrollada, el desafío es generar mejores condiciones para la competencia y la libertad, y no lo contrario.

Publicado en OIKOS.-

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