Nota escrita en colaboración con Leandro Moro
Durante los últimos años, la distribución del ingreso ha ocupado un papel preponderante en política económica del país y en el discurso de los gobernantes. Fue articulada mediante numerosas transferencias del sector público a determinados sectores sociales y la creciente generación de empleo público, los cuales buscaban apalear la situación de pobreza de los sectores de menores ingresos y el desempleo de vastos actores económicos.
En ese sentido, un análisis básico consiste en revisar los resultados del coeficiente de Gini (medida internacional de distribución), en el cual se establecen dos valores extremos: el 1, equivalente a la desigualdad absoluta —una persona concentra la totalidad del ingreso—, y el 0, a la igualdad absoluta —todos los habitantes reciben exactamente el mismo nivel de ingreso.
En el caso de Argentina, entre los años 2002 y 2014 el coeficiente Gini ha presentado una tendencia hacia la igualdad, pasó de 52,79 a 42,67, respectivamente, de acuerdo con datos del Banco Mundial, lo que deja en evidencia la efectividad de la política mencionada, hablando en términos relativos.
Sin embargo, es necesario dar una mirada en términos absolutos de la cuestión y responder la siguiente pregunta: ¿esta mejora en distribución del ingreso aumentó el bienestar social, o acabó por empobrecernos a todos?
La clave para dar respuesta a este interrogante radica en comprender de dónde provienen los recursos a redistribuir. En este sentido, es necesario desagregar el análisis en dos variables determinadas por la política fiscal que afectan el crecimiento y el desarrollo económico del país, y, por lo tanto, caracterizan el descenso o el aumento de la pobreza.
Por el lado de los ingresos, la carga impositiva ha alcanzado niveles máximos a lo largo de este proceso; llegamos a ser el país líder en presión tributaria de América Latina, con niveles comparables a los países nórdicos, con los mejores “Estados de bienestar” de Europa.
En contrapartida, los responsables de pagar estos impuestos han sido tanto las personas físicas como las jurídicas; estas últimas son las principales responsables de la generación de empleo, particularmente las pequeñas y medianas empresas, que son las que cuentan con menor margen de evasión fiscal.
En tal sentido, la política fiscal de ingresos de los últimos años ha generado un proceso de estrangulamiento de los proyectos de inversión en el país (¿quién va a invertir para tributar la mitad de sus ingresos?), que, al sumar el atraso cambiario, ha provocado un estancamiento del nivel de actividad y una retracción del empleo privado que ha sido “maquillada” a través de la generación de empleo público improductivo, a los efectos de contener el creciente nivel de desocupación.
Por el lado de las erogaciones, el sustancial incremento del gasto en materia distributiva (por encima del 40% durante los últimos años) ha derivado en un extraordinario desequilibrio fiscal, que, a pesar del incremento de la presión tributaria, ha dejado al sector público con una creciente necesidad de financiamiento. Es por eso que suele decirse que los argentinos pagamos impuestos como si viviéramos en países nórdicos, pero recibimos bienes públicos como si habitáramos en los países africanos de menor desarrollo, a fin de explicar la brecha entre la alta carga tributaria y la escasa calidad de los bienes brindados por el Estado.
Ahora bien, teniendo en cuenta que los mercados de créditos internacionales se han encarecido para la Argentina producto de la cesación de pagos, el Gobierno anterior ha optado por dejar de lado la independencia del Banco Central y lo ha utilizado como fuente de financiamiento a través de la emisión monetaria: como era de prever, el excedente de dinero en el mercado (la demanda de dinero resultó menor a la oferta monetaria) generó un incremento sostenido de la inflación, que, como contrapartida, apreció el tipo de cambio real de la economía.
El desenlace es conocido: un proceso de déficit financiado con emisión provoca fuertes tensiones inflacionarias y termina, a menudo, en una devaluación pronunciada de la moneda doméstica, que, debido al alto nivel de pass-through (explicado por el alto nivel inicial de inflación) y la estructura exportadora del país, caracterizada principalmente por alimentos y derivados, genera resultados nocivos para los sectores de menores ingresos y trabajadores en relación de dependencia, cuya canasta de consumo está compuesta, en gran medida, por este tipo de bienes.
En consecuencia, la política de redistribución del ingreso, financiada vía mayores impuestos y emisión monetaria, ha dejado como resultado a un argentino de cada tres en situación de pobreza, y un producto efectivo muy alejado del potencial, lo cual, lejos de reincorporar al sistema a los sectores marginales, los condena a esa situación permanentemente y, de hecho, termina por incorporar a muchos más.
Asimismo, el cambio de política de la nueva gestión de financiamiento del déficit con emisión monetaria a endeudamiento no hace otra cosa que patear el problema hacia adelante: más deuda hoy constituye una mayor carga fiscal (o emisión monetaria) futura y, por lo tanto, empeora la situación de los sectores más pobres, ya sea a través de desempleo o inflación que licua sus magros ingresos.
En concreto, el problema de fondo es mucho más complejo debido a que se ha dejado de lado la restricción de compatibilidad de incentivos en el proceso de producción, esto se debe a que las fuerzas productivas encuentran mayor retribución en actividades alternativas que en la generación de riqueza. Es decir que el rendimiento de, por un lado, los capitales en la compra y la tenencia de divisas es superior a la de un proyecto inversión. Lo mismo sucede por el lado del factor trabajo, donde la utilidad del individuo se maximiza cuando la mayor parte de su tiempo lo dedica al ocio, y aun así genera ingresos monetarios.
Así las cosas, y a pesar de que el panorama no resulte alentador, existe dentro de las posibilidades del Gobierno la capacidad de revertir esta situación.
Por el lado de la producción, resulta imprescindible la baja de impuestos al trabajo, tanto como a las utilidades reinvertidas. Es necesario volver a generarle incentivos al empresario a producir más y a contratar fuerza laboral en una ocupación genuina.
En lo relativo a la fuerza laboral, la reestructuración de la red de contención social debe ser reprogramada de base. La eliminación de subsidios permanentes a las personas de bajos ingresos tiene que ser reemplazada por un seguro de desempleo que resulte suficiente como sostén de vida, pero que sea limitado en el tiempo y que obligue al beneficiario a capacitarse y mostrar verdadero interés de reincorporarse al mercado de trabajo.
Finalmente, si el sistema político decide abandonar el esquema de clientelismo y el de recaudación confiscatoria, y busca otorgar a los privados verdaderos incentivos a la generación de riqueza, entonces podremos dejar de caer en la trampa asistencialista de corto plazo, y recuperaremos el sendero del crecimiento y el desarrollo de largo plazo.