La educación y el miedo a la libertad

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

DIARIO EL ECONOMISTA – Un año atrás, el Gobierno de Mauricio Macri lanzó la denominada revolución educativa, cuyos ejes se encontraban en la Declaración de Purmamarca, firmada por los ministros de Educación de todas las provincias. Procuraban la obligatoriedad del nivel inicial a partir de los tres años de edad, incorporar progresivamente la jornada extendida y crear el Instituto de Evaluación de la Calidad y Equidad Educativa, con el propósito de promover procesos de evaluación a nivel nacional y obtener datos que permitan mejorar el aprendizaje de los estudiantes.

Hoy, la evidencia nos demuestra que trabajar en dichos ejes constituye una lenta evolución hacia una mejor educación, adecuada para países con una situación mucho menos crítica, pero no la revolución educativa que Argentina requiere dada la tremenda herencia recibida.

¿Qué entiendo por una revolución educativa? En esta nota resaltaré la revolución que se lleva a cabo desde hace veinte años en Suecia, que, en su esencia, está a las puertas de ser repetida por el nuevo Gobierno estadounidense; una administración que ha anunciado políticas absolutamente equivocadas en otras áreas, pero cuya política educativa es digna de consideración.

Años atrás el Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa, se preguntaba en una interesante nota cuántos de los lectores saben que en Suecia funciona desde hace años el sistema de vouchers escolares para estimular la competencia entre colegios y permitir a los padres de familia una mayor libertad de elección de los centros en los que quieren educar a sus hijos? Yo, por lo menos, lo ignoraba. “Antes, en Suecia, uno pertenecía obligatoriamente a la escuela de su barrio. Ahora, decide libremente dónde quiere educarse, si en instituciones públicas o privadas –con o sin fines de lucro– y el Estado se limita a proporcionarle el voucher con que pagará por aquellos servicios”, escribía.

Hoy, el triunfo de Donald Trump, quien ha realizado esta clase de propuestas desde los tiempos de la campaña presidencial, pone a Estados Unidos, un país que invierte una fortuna en educación con los peores resultados, a la puerta de una revolución educativa conceptualmente similar. Su selección como secretaria de Educación de Betsy DeVos, una fuerte defensora de school choice, provee fuerte credibilidad a esta predicción.

A modo de ejemplo, en una entrevista que Betsy DeVos concedió en 2013, cuando pensar en una presidencia de Trump no se encontraba en el imaginario de nadie, señaló que su sueño era “que todos los padres tengan la oportunidad de elegir la mejor alternativa educativa para sus hijos. Y que todos los estudiantes tengan la oportunidad de desarrollar todo el potencial que Dios les ha dado”.

Si nuestro Gobierno desea llevar a cabo una verdadera revolución educativa, ¿no es hora que deje en el pasado el miedo a la libertad que contamina la sociedad argentina y lo considere como una posibilidad?

¿Por qué no evaluar un sistema educativo que privilegia la libertad, por supuesto adecuado a nuestra realidad? El permitir a los padres un mayor menú de alternativas no implica incentivar el fin de la educación pública. Sencillamente consiste en permitir a los padres que, por las aptitudes, gustos o intereses de sus hijos, prefieran otra forma de educación para ellos y puedan optar por la misma.

¿Quién estaría más interesado que los padres para decidir qué es lo mejor para sus hijos? ¿Un burócrata? La historia de la última década es clara evidencia de lo peligroso de esta premisa.

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