Miembro del Consejo Académico de Libertad y Progreso.
Profesor de Finanzas e Historia Económica, Director del Centro de Estudios de Historia Económica y miembro del Comité Académico del Máster de Finanzas de la Universidad del CEMA (UCEMA). Profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Stern de la Universidad de Nueva York (2013-14). Licenciado en Economía UBA (1985) Master of Business Administration (MBA) de la la Universidad de Chicago (1990). Autor de numerosos libros y artículos académicos sobre historia, economía y finanzas.
Parece reinar cierta confusión en el gabinete nacional respecto a la necesidad de reducir el gasto público y el déficit fiscal. El mismo día y ante el mismo foro de inversores un ministro del área económica aseguró que no habría un ajuste fiscal después de octubre, mientras que otro declaró que el Gobierno “va a seguir bajando el déficit”. Es dudoso que semejante ambigüedad tenga algún rédito electoral y claramente conspira contra el objetivo de reactivar la economía y bajar la inflación.
La contradicción también deja en evidencia una de las desventajas del actual organigrama ministerial: no tener un solo vocero que hable sobre la política económica. Más allá de lo anecdótico, la realidad es que con este nivel de déficit y gasto público la economía argentina es inviable y la lucha contra la inflación está condenada al fracaso. Esto parece tenerlo muy claro el presidente Macri. Cuanto antes lo tenga claro el electorado, mejor. Compete a los ministros explicarlo claramente en vez de aumentar la confusión.
Vale la pena hacer un poco de historia para entender la importancia del ajuste fiscal. Desde 1952 hasta la fecha tuvimos en promedio un plan de estabilización cada siete años. Algunos duraron unos pocos días (Pinedo en 1962), otros un par de meses (Rodrigo en 1975) y otros, casi un década (Cavallo en 1991).
La tabla siguiente compara la evolución promedio de la tasa de inflación anual y de crecimiento anual del PBI real y el nivel de déficit fiscal de los tres planes más exitosos y duraderos (Krieger Vasena, Cavallo y Lavagna) y los tres menos exitosos pero más duraderos (Blanco, Martínez de Hoz y Sourrouille). Los exitosos al cabo de 4 años habían logrado reducir la inflación anual a menos de dos dígitos con la economía creciendo sostenidamente. Los planes “fallidos”, si así se les puede llamar, no lograron ni lo uno ni lo otro, ya sea por cuestiones políticas (Blanco por divisiones internas en el gobierno de Aramburu y Alsogaray por el golpe militar que derrocó a Frondizi) o económicas (Martínez de Hoz y Sourrouille). De estos últimos, con excepción del de Martínez de Hoz, ninguno de ellos llegó a cumplir su tercer aniversario, lo cual hace irrelevante la comparación para el último año.
De la comparación quedan dos cosas bastante claras: a) los planes fallidos enfrentaron una inflación mayor y un desequilibrio fiscal mayor que no lograron reducir de manera sostenida, y b) los más exitosos lograron reducir la inflación y el déficit sin sacrificar el crecimiento económico, lo cual echa por tierra el argumento de que un ajuste fiscal en un contexto de alta inflación es necesariamente recesivo. La historia económica argentina demuestra que lo que es recesivo es una política monetaria restrictiva cuando crece el gasto público y el déficit fiscal (además de ser contraproducente para combatir la inflación). Esta política, con su inevitable atraso cambiario, implica un ajuste del sector privado y consecuentemente una reducción de la tasa de crecimiento sostenible a largo plazo.
Si a esta comparación le agregamos la de la evolución del gasto público consolidado observamos otra diferencia importante entre los planes exitosos y fallidos.
Como se puede apreciar, en los planes más exitosos la reducción del déficit se hizo fundamentalmente con una fuerte reducción del gasto público (aunque también con suba de impuestos). En el caso de Lavagna, hubo un fuerte aumento de los ingresos fiscales gracias a las retenciones a las exportaciones agropecuarias en momentos en que los precios internacionales de los commodities entraban en un ciclo fuertemente alcista. Es decir, un regalo que nos vino “de arriba”.
Los planes fallidos no lograron reducir el gasto público, que con el paso del tiempo excede el nivel previo a su lanzamiento (cabe aquí la observación hecha más arriba respecto al último año). Es necesario destacar, sin embargo, que en todos los casos el nivel del gasto público consolidado rondaba el 30% del PBI.
La situación actual es muy distinta, ya que según algunas estimaciones, el gasto público consolidado (incluyendo los intereses de la deuda pública) excede el 50% del PBI y la presión impositiva está en su punto máximo. Es decir, no se puede reducir el déficit aumentando impuestos. Caso contrario la recesión sería aún mayor.
En las primeras dos décadas de democracia el gasto público en relación al PBI promedió 30,7%. A partir de 2006 comenzó a aumentar de manera sostenida, llegando a 47% en 2015. Como muestra la tabla siguiente, lo que ocurrió en la década de populismo kirchnerista fue un cambio estructural:
Y estas cifras del FMI subestiman el problema. No podremos escapar de la trampa populista con un estado gigante, corrupto, ineficiente e imposible de financiar. Esta es la única verdad. Cuanto antes y más claramente se comunique a la sociedad argentina, mejores chances tendremos de escapar de la decadencia a la que nos llevó el populismo.