Miembro del Consejo Académico, Libertad y Progreso
Fue muy afortunado que a la señora Le Pen la pulverizaran en las urnas. Macron duplicó su votación. El fascismo y el comunismo, su primo hermano, son siempre malas noticias.
En todo caso, la victoria de Emmanuel Macron en las elecciones francesas es otro síntoma de que los partidos políticos convencionales se mueren. Los electores no los quieren. Dan por sentado que los políticos profesionales son “cazadores de rentas” y los partidos una amalgama innoble de personas generalmente incompetentes en busca de fortunas basadas en la corrupción.
A Macron lo eligieron porque ha prometido honradez y eficiencia. Lo ven como un gestor capaz de domar a la pesada burocracia francesa. Ha dicho y reiterado que: “Se obligará a todos los servicios públicos que tengan relación con los ciudadanos [hospitales, escuelas, tribunales de justicia, servicios sociales…], a que publiquen sus resultados en términos de calidad del servicio [tiempos de espera, encuestas de satisfacción etc…]”.
Los partidos políticos modernos surgieron espontáneamente al calor de la revolución americana de fines del siglo XVIII. Nadie previó su nacimiento. Fueron una necesidad de la democracia representativa para mediar entre electores y elegidos, y para encarnar puntos de vista diferentes, principalmente entre federalistas y antifederalistas, o entre liberales y conservadores.
No obstante, con el tiempo y la experiencia, casi todas las naciones democráticas fueron decantándose hacia un modo parecido de gobernar, tratárase de repúblicas o monarquías parlamentarias, aunque con diversas variantes basadas en la intensidad del gasto público con relación al PIB (el 32% en Suiza, el 53 en Francia).
A estas alturas, tras el fracaso criminal de los ensayos totalitarios del siglo XX, casi nadie pone en duda que la soberanía radica en los individuos. Que éstos deben tomar sus decisiones por medios racionales y pacíficos expresados en elecciones secretas y universales con arreglo a una Constitución o a leyes escritas.
Esos textos limitan la autoridad de los servidores públicos y establecen la necesidad de respetar los derechos humanos, la importancia de la separación de los poderes, como quería Montesquieu, y proponen, como creía Locke, que la función básica del Estado es garantizar el derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad.
Hasta ese punto la discusión es mínima. Así se comportan las ejemplares naciones escandinavas, unas veces gobernadas por la “derecha” y otras por la “izquierda” democráticas. Así han sido los Estados Unidos de Roosevelt o de Reagan, y el Reino Unido del laborista Harold Wilson o de la conservadora Margaret Thatcher. Por eso no hay ninguna contradicción en que los democristianos alemanes pacten con los socialdemócratas. No se trata de escoger entre partidos sino entre “políticas públicas”.
Si los partidos desaparecen, ¿qué instituciones tomarán su lugar? A mi juicio, los partidos, lentamente, se transformarán en centro de iniciativas que se ofrecerán a los electores como “empresas de gerencia pública”, más o menos como en los condominios o urbanizaciones verticales los vecinos eligen periódicamente a quienes administrarán la propiedad colectiva o contratan a alguna compañía que se ocupe de ello, limitándose a supervisarla.
Estos gobiernos o administraciones serán menos intervencionistas y es posible que sean remunerados de acuerdo con los resultados de la gestión. Si se cumplen las promesas de reducir los gastos innecesarios, pagar la deuda pública, disminuir la tasa de desempleo, reducir la pobreza y mantener a raya la corrupción, ¿por qué no pagarles una bonificación extraordinaria? Esto hacen en Singapur con determinados ministerios clave y tienen un asombroso nivel de crecimiento y calidad de vida, con un gasto público bajísimo (el 9% del PIB), aunque se trata de un ordenamiento no democrático cuyos excesos no hay que imitar nunca.
Los enemigos de las “empresas de gerencia pública” pondrán el grito en el cielo y denunciarán la privatización de los gobiernos, pero, en realidad, se trata de una colaboración entre la sociedad y la empresa privada para gestionar mejor las zonas de los bienes comunes ante el reiterado fracaso de los partidos tradicionales.
Si hoy muchas sociedades, fatigadas por siglos de malos gobiernos, eligen por medio de licitaciones quiénes distribuirán el agua, crearán caminos, puertos, aeropuertos, escuelas, universidades, o sistemas de pensiones, sólo se trata de subir un peldaño y darle otra vuelta a la tuerca. Algo de esto es lo que ha pasado en Francia.