Alegato a la desaparición del sentido de grandeza

Por Pablo M. Leclercq

La inconsistencia de la Política entre sus objetivos expresados en la Constitución y sus conductas ha estado presente en la causa de sus grandes crisis históricas y hasta en su decadencia (I).

Esta actitud se expresa en forma particular en el disloque que se produjo entre el pensamiento militar y el concepto de estado de derecho interpretado y conducido por nuestro liderazgo político a partir de 1983, desconociendo que la política no puede estar disociada del pensamiento militar.   La necesidad de superar la peor crisis sufrida por la sociedad argentina en el siglo XX, cuando, en el contexto de la guerra fría, un grupo revolucionario minoritario, no representativo dentro de los cánones republicanos, pretendió sustituir el sistema político de nuestro contrato social -la Constitución Nacional- por el de ensayos revolucionarios de partido único que intentaban repetir experiencias foráneas de toma del poder por la fuerza, produjeron reacciones políticas atípicas por parte de la Argentina en el contexto regional de países que sufrieron las mismas agresiones.

Hay que recordar que durante la guerra fría el pensamiento político local se polarizó entre los dos grandes modelos en el que había quedado dividido el mundo: el de las democracias liberales occidentales -en el que se inscribía nuestra Constitución- y el comunismo internacional, al que adscribían las organizaciones armadas revolucionarias, con el guiño táctico de Perón desde el exilio, riesgo que el general, una vez encerrado en su propia trampa, quiso subsanar con desesperación antes de morirse, sin resultado, dejando al país en las puertas de la guerra civil.

El juicio a los militares llevado adelante por Alfonsín a partir de 1983, bajo la inspiración de la nueva izquierda representada en su grupo de asesores por Portantiero, pretendió sin éxito zafar de la encerrona de la vieja izquierda. Como el juicio comprendió también a los líderes guerrilleros, esa vieja izquierda lo acusó de sustentar la teoría de los dos demonios. A partir de allí el proceso político se desbarrancó afectado por los contratiempos inevitables de las indefiniciones: los caras pintadas, la casa está en orden, la obediencia debida y el punto final con el telón de fondo de la toma guerrillera del regimiento de la Tablada donde la ciudadanía contempló por televisión,  en una sesión de surrealismo en vivo y en directo, cómo nuestros oficiales practicaban alegremente la lesa humanidad masacrando a jóvenes idealistas. Uno de esos oficiales, el Tte Cnel Nani, luego de perder un ojo en la batalla, hoy está preso por genocida.

El siguiente gobierno, el peronista Menem, siguiendo la intención del candidato presidencial peronista Luder casi diez años antes (II), promulgaba la amnistía. Pero el peronista del ancien régime, también vanguardista de la vieja izquierda, Kirchner, retoma una batalla terminada, librada contra nadie. Más de mil oficiales, octogenarios o nonagenarios, acusados de cumplir con su deber, en su mayoría sin proceso o sin condena son tomados prisioneros  al amparo de los derechos humanos gestionados por la vieja izquierda y se van muriendo esperando la justicia del más allá, comidos por los piojos de las prisiones preventivas. Somos el único país al que le pasan estas cosas.  Ninguno de los otros países de la región que pasaron por las mismas circunstancias, aliados en el Plan Condor  para hacer frente a la misma agresión, le hicieron un juicio a sus fuerzas armadas.

Cuando por un hecho fortuito, imputable a una falla legislativa de responsabilidad del Congreso y de la Política queda libre un así llamado genocida, el riesgo de que salga a picanear nuevamente por allí moviliza   a una manifestación masiva y algún fiscal  acusa de prevaricato a tres miembros de la Suprema Corte que no hicieron otra cosa que hacer su trabajo de acuerdo a lo que les manda la Constitución. País delirante el de los argentinos. A veces tengo la impresión que, si no existiéramos, la vieja izquierda del mundo se quedaría sin empleo dentro de la burocracia internacional de los derechos humanos creada ad-hoc.

Cabe recordar que el pensamiento militar formó parte de los fundamentos liminares de nuestra nacionalidad al punto que el general San Martín es el más indiscutido pro hombre de nuestra historia. Se inicia así una tradición que a partir de Sarmiento y luego Roca se establece una simbiosis entre la Constitución de corte liberal alberdiana y el pensamiento militar.  Sarmiento funda la Escuela Superior de Guerra y Roca consolida el monopolio de la fuerza en el Estado Nacional, después de derrotar en batalla a la milicia de Buenos Aires al mando de Carlos Tejedor donde mueren 3000 hombres. Al margen de la coyuntura, se consolidaban de esta manera dos grandes bastiones institucionales. El del monopolio de la fuerza y la subordinación del poder militar al poder republicano de nuestra Constitución.

La Política debía ser la rectora del pensamiento militar como comenzó a serlo en el mundo avanzado a partir del momento en que “la espada comienza a ser vencida por la mente”, como  anticipaba Napoleón, concepto que ratificaba Clémençeau cien años después.

Pero resulta que en 1976 la Política, liderada por el peronismo y acompañada por el resto de la clase política relevante, entró en défault al perder las riendas del monopolio de la fuerza, delegando en las Fuerzas Armadas la responsabilidad de lo que ella no quiso asumir. Luder se negó a hacesrse cargo, Balbín dijo no tener soluciones para la República, y Casildo Herrera dijo “me borro”, mientras instaban ansiosamente a los generales a la toma del poder antes del derrumbe irreversible.

No bastaron para compartir la responsabilidad las consultas que Videla hiciera a las fuerzas políticas supérstites y bajo reserva les consultó sobre las dos opciones que discutía el estado mayor: “la legalidad o la clandestinidad”. La opción elegida informalmente, bajo el compromiso de reserva, fue “la clandestinidad”, convalidando la doctrina de las Fuerzas Armadas. Los presentes en esas reuniones posiblemente recuerden que el jefe del ejército ensayó una reflexión que, a la luz de los actuales comportamientos políticos, luce como la de un estadista: “… Uds serán los responsables de gobernar la república cuando la recuperemos con la fuerza, por lo que nuestra tarea incluye protegerlos de las consecuencias…” ¿Habra sido la última expresión de grandeza de nuestra historia política?

Los políticos entrevieron que para la continuidad republicana era mucho más fácil volcar todo el peso de las consecuencias en los militares como genocidas y delincuentes de lesa humanidad que incluir en esa responsabilidad al colectivo de la Política.

Todo lo anterior,  que era conocido por la mayor parte de mi generación  como protagonistas directos de estos hechos deliberadamente no documentados, no están en “el expediente”. Lo que está en el expediente son los testimonios de los protagonistas minoritarios de un solo lado del conflicto que testimonian sobre hechos de textura ambigua, sucedidos hace 40 años. El filósofo francés de la nueva izquierda, Philipe Salazar, discípulo de Louis Althusser, Emmanuel Levinas y Roland Barthes, estudioso del proceso de reconciliación en Sudáfrica y testigo presencial de muchos juicios a militares en Argentina sostiene que los crímenes de lesa humanidad requieren el diálogo político más que el testimonio judicial y analiza en una entrevista, en el diario La Nación (23-3-2014), la desaparición de la mitad de la historia argentina en el silencio de los que no hablarán, por la simple razón que si hablan se auto inculpan en un juicio donde el delito ya está tipificado y la imputación sancionada por una parte importante de la opinión pública para la totalidad de los miembros de las fuerzas armadas,  encuadrados en los delitos  de genocidio y de lesa humanidad.

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(I)Mi libro “¿Será Macri?

 

 

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