Justicia social: gastar menos pero mejor en educación

Ph.D. en Economía en la Universidad de Chicago. Rector de la Universidad del CEMA. Miembro de la Academia Nacional de Educación. Consejero Académico de Libertad y Progreso.

Revista Criterio. En enero pasado publiqué en este mismo espacio una nota titulada “Pan y Cerebro”. En ella sostuve que nada es gratis y que, por ende, el presupuesto del Estado debe asignarse a las áreas de mayor impacto social. A fin de ejemplificarlo, propuse preguntarnos qué política es más inclusiva: dedicar mayor presupuesto a asegurar una adecuada nutrición a todo niño durante sus primeros dos años de vida o mantener la gratuidad y el ingreso irrestricto a la Universidad, subsidiando a numerosos alumnos que cursaron su escolaridad obligatoria en escuelas privadas.

La respuesta es obvia. Como bien señala el doctor Abel Albino, fundador y presidente de Conin en la Argentina y probablemente el más incansable batallador en nuestro país de la lucha contra la desnutrición infantil, “para tener educación hay que tener cerebro. El 80% del cerebro se forma en el primer año de vida. La formación del sistema nervioso central está determinada en los primeros dos años de vida. Si durante este lapso el niño no recibe la alimentación y estimulación necesarias se verá afectado su coeficiente intelectual y capacidad de aprendizaje”.

Enseñar a un niño mal alimentado en sus primeros dos años se asemeja a sembrar en el desierto. No es imposible pero sí mucho más caro y los recursos, escasos. Nada es gratis, la educación universitaria tampoco, y la gratuidad y el ingreso irrestricto a la universidad para quienes pueden pagar sus estudios impide asignar dichos recursos a otros fines, como enfrentar con mucha mayor energía el flagelo de la desnutrición infantil.

Hoy la tremenda realidad educativa que vivimos nos provee otro nítido ejemplo. En la provincia de Santa Cruz las clases aún no han comenzado. Por su parte, en la provincia de Buenos Aires, han tenido 17 días de paro sobre los primeros 26 de clase. ¿Puede afirmarse que el ciclo lectivo realmente se inició? ¿Quién puede imaginar que un niño que concurre a la escuela bajo estas condiciones está recibiendo servicios educativos similares a los que recibe otro que asiste a un colegio que no ha sido afectado por los paros docentes?

Mientras tanto, los resultados de la Evaluación Aprender muestran una vez más que se malgasta mucho dinero en educación, preservando un sistema que consume los aportes de los contribuyentes pero que está lejos de proveer educación de calidad para todos.

Para muestra basta un botón. ¿Quién no se ha horrorizado al enterarse que el inusitado ausentismo docente en la provincia de Buenos Aires cuesta a los contribuyentes 14.300 millones de pesos anuales en suplencias?

Por ello propongo gastar menos en educación, mejorando, a la vez, el vergonzoso nivel que cualquier evaluación testimonial, y utilizar los recursos liberados del faraónico entramando, gestado a través de años, para enfrentar el flagelo de la desnutrición infantil. ¡Qué mejor ejemplo de justicia social!

Cuenta el doctor Fernando Monckeberg, pionero de la lucha contra la desnutrición infantil en Latinoamérica, que en la década del ‘50 Chile tenía los peores indicadores de la región. Hoy el fundador de Conin en Chile se enorgullece en señalar cómo “la mortalidad infantil pasó de 180 a 7 cada 1000 niños nacidos vivos y la cantidad de muertes en menores de 15 años se redujo del 48% a menos del 1%”.

Es hora que el Estado deje de financiar a la oferta educativa, es decir a las escuelas, a través de un sistema absolutamente burocratizado que sólo defiende los intereses de los sindicatos docentes y de la estructura que está detrás de la educación pública. Propongo que financie directamente a la demanda, a los padres. De este modo se lograría mejorar considerablemente la eficiencia en el gasto educativo, se podrían evaluar mejor los resultados y los recursos liberados podrían emplearse en la lucha contra la desnutrición infantil.

En nuestro país cada vez más familias, aún en zonas donde residen mayoritariamente personas que tienen sus bajos ingresos, realizan importantes sacrificios para afrontar las cuotas de un colegio privado, generalmente confesional. La evidencia provista por la crisis que se está viviendo en la provincia de Buenos Aires es prueba fehaciente de ello. ¿Cuántos más migrarían a la educación privada si tuviesen la posibilidad económica de hacerlo?

La propuesta que presenté antes beneficiaría a muchos niños de familias humildes y no perjudicaría a nadie, dado que ninguna familia estaría obligada a dejar de enviar a sus hijos a una institución pública; de hacerlo, es porque opina que la alternativa privada elegida provee mejor educación, más adecuada para las necesidades o aptitudes de sus hijos, o en una mayor consonancia con los valores de la familia.

No existen recetas mágicas. Sería absurdo realizar esta propuesta para un país en el cual la educación pública cumple su cometido como lo es, por ejemplo, Finlandia. Pero la Argentina no es Finlandia, a pesar que muchas veces tratan de hacérnoslo creer políticos que defienden la educación pública mediante encendidas declaraciones, pero envían sus hijos a escuelas privadas. ¿Curioso, no?

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