Los fantasmas de los exabruptos desgastan a Trump

Magister en Estudios Internacionales UTDT (Universidad Torcuato Di Tella) y colaborador de Libertad y Progreso.

VISIÓN LIBERAL – Demostrar cierto apego a los tonos matizados y a la moderación verbal constituye un imperativo insoslayable para todo aquel que pretenda navegar por las turbulentas aguas de la política, independientemente de los objetivos que se persigan.

No obstante, la creciente secuencia de dislates, improperios y exabruptos que han tenido a Donald Trump y a su equipo de gobierno en el centro de la escena mundial en los últimos días parecen contradecir aquella máxima.

En efecto, habiendo constatado las impericias diplomáticas de un gobierno claramente empecinado con la idea de exhibir un estilo comunicacional alejado de los estándares clásicos, las controversias generadas a propósito de los episodios de violencia racial observados en Charlottesville este fin de semana no deberían llamar la atención de una opinión pública ya acostumbrada a pronunciamientos intempestivos sobre casi cualquier tema.

Parte de ese encanto es el que catapultó a Trump a la presidencia, convirtiéndolo probablemente en el primer showman que supo entender los beneficios de adaptar la excentricidad mediática a las necesidades recreativas de un electorado dispuesto a tolerar estridencias poco habituales a cambio de obtener definiciones políticas contundentes.

Sin embargo, luego de transcurrido tan sólo un semestre de mandato, sería preciso reconocer que semejante predilección por la efervescencia discursiva tiende a generar más problemas de los que en verdad resuelve.

Primero fueron las absurdas diatribas lanzadas la semana pasada como respuesta a las folklóricas provocaciones de Corea del Norte.

En ese sentido, habría que remitirse tal vez a la época de la segunda guerra del Golfo para encontrar gestos de sobreactuación tan grandilocuentes. Vale recordar que en aquella oportunidad Washington fue lo suficientemente imprudente como para desencadenar un conflicto geopolítico regional a partir de un enfrentamiento que en principio sólo involucraba a Irak.

En vistas de lo acontecido en ese entonces -y dado que el problema con Corea del Norte tiene a China de por medio-, sería lógico pensar que los lineamientos de acción estratégica que se seguirían en caso de que Pyongyang decidiese atacar de una vez por todas deberían reflejar que Estados Unidos ha aprendido las lecciones de la historia.

Una conclusión similar podría extraerse respecto a las advertencias formuladas por Washington a Caracas: la dureza en los términos planteados, lejos de persuadir efectivamente a la comunidad internacional acerca de la necesidad de intensificar las presiones sobre el régimen chavista, no hizo más que reforzar la desconfianza de los gobiernos latinoamericanos ante las políticas de la nueva administración estadounidense.

Desde luego, es claro que los tropiezos en materia diplomática ponen de relieve no solo una falta de sentido práctico a la hora de identificar ejes prioritarios para la política exterior, sino también una palmaria desorientación cuando se trata de aplacar los cuestionamientos que empiezan a hacer ruido en el frente doméstico e incluso al interior del gobierno.

A medio camino entre el cinismo y la desidia, las tibias expresiones de condena por parte del presidente Trump a raíz de los episodios de Charlottesville encierran más incógnitas que certezas. Precisamente, el hecho de que tales interrogantes no encuentren todavía una respuesta definitiva explica el clima de incertidumbre y de sospecha que se ha adueñado del debate político estadounidense.

Si las palabras que se utilizan en todo contexto tienen un peso, parece evidente a esta altura que las pronunciadas por Donald Trump este lunes han estado cargadas de plomo. En todo caso, habrá que esperar a ver cómo evolucionan las circunstancias.

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